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Jueves, 14 de marzo de 2002

CONVIVIR CON VIRUS

Convivir con virus

 Por Marta Dillon

Por segunda vez en treinta días alguien me escribe pidiendo información sobre la situación de quienes viven con vih en Argentina. La necesitan para solicitar asilo político en el gran país del norte. Es algo posible para quien tiene vih, en caso de poder demostrar unas cuantas cosas que cualquiera puede relatar. La falta crónica de medicamentos, las entregas fraccionadas que también te fraccionan la vida –¿cuánto tiempo se puede dedicar a perseguir un puñado de pastillas?–, la dudosa calidad de lo que te entregan, la falta de políticas públicas de prevención, la falta de insumos en el hospital público (por poner un ejemplo: no hay tetanol, ni gasas, ni algodón, ni medicamentos oncológicos). Es necesario demostrar también que todavía se discrimina a quien vive con vih, que no se lo considera apto para el trabajo –¿recuerdan los exámenes preocupacionales? pronto tendremos que hacer un esfuerzo para recordar qué era ocupación– y que no es posible elegir una prepaga si ya conocés el diagnóstico porque no se aceptan clientes con enfermedades pre existentes. En fin, les podrían dar asilo político si se pudiera transmitir concretamente ese miedo que te mueve el piso día a día, la incertidumbre por lo que vendrá, la necesidad de callar, la angustia de saber que son demasiados los que no reciben ningún tipo de atención porque ni siquiera llegan al sistema de salud. Y sin embargo no es fácil. No es fácil hacer espacio en la tragedia cotidiana para contar algo que parece tan particular como la situación de quienes viven con vih. Mientras se acumulan los muertos por las balas policiales, por el hambre, por enfermedades que serían fácilmente curables de ser atendidas a tiempo, mientras se multiplica la miseria, mientras se niega a las mujeres el derecho a gozar de su sexualidad sin quedar presas de embarazos no deseados, mientras el país se hunde, todos nosotros estamos amenazados. Me refiero a los que viven con vih y los que no. ¿Cómo encontrar algunos centímetros de papel para enviar a los Estados Unidos cuando parece evidente que aquí sobreviviremos sólo los más fuertes? ¿Quiénes serán los más fuertes? Tal vez la fortaleza venga de encontrarse, de no perder la ilusión, de poder señalar un enemigo certero en la confusión, una causa justa, unos cuantos amigos, la posibilidad de aflojar un poco este nudo que asfixia. No queda mucho más. Levantarse cada día es un desafío, es algo que sabemos en este territorio, pero que no dice la acumulación de números en las páginas de los diarios. Por un instante hasta me causa gracia el pedido de asilo político por tener vih. No quiero faltarle el respeto a los que pueden solicitarlo, pero me imagino a los adolescentes refugiándose de los escuadrones de la muerte, a las mujeres asiladas para poder disponer de su cuerpo, a los jubilados expropiados de su descanso, a los desocupados, a los cabecitas, a los putos, a las lesbianas, a los pobres y a los que están a punto de serlo. No es un gran esfuerzo, ya lo vimos una vez, hace veinticinco años. Y lo vemos todos los días mientras tachamos de la agenda los teléfonos de los amigos en éxodo.

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