Como una caricia en un día de furia, su luz me dejó desarmada. Fue como si me hubieran robado un beso, quedé ahí plantada con la boca abierta, temblando, la garganta seca por la sorpresa, los brazos desarticulados como una muñeca rota. Y sin embargo no sucedía nada extraordinario, sólo la luna blanca sobre los techos de chapa de los conventillos, la luz violeta del atardecer en La Boca; y un resto de vergüenza por todo lo que no puedo ver con las anteojeras de la angustia. Yo solía conocer las fases de la luna, solía esperarla en los cuatro puntos cardinales de mi horizonte, según el día, según la hora. Solía apurarme para llegar al río el día exacto en que la luna sale llena justo después de que se ponga el sol. Había descubierto un mirador perfecto para asistir a los dos fenómenos con sólo girar la cabeza, al oeste la puesta del sol, al este la luna roja y pesada como una ballena surcando el mar desconocido del espacio. Pero me había olvidado. Me había olvidado que hoy, por ejemplo, el exacto día en que esta columna está en la calle, más o menos a las ocho de la noche, la luna va a salir otra vez, indiferente a todo, con la persistencia de las cosas que permanecen. Tengo buenas excusas, es cierto. Intento hablar de otras cosas, intento despejar este nubarrón que nos persigue buscando ese lugar bajo las estrellas que tanto escasea, compartiendo una botella, una conversación frívola y necesaria. Pero no es fácil. Cumplo con mi obligación ciudadana sin demasiado entusiasmo. No quiero ser pesimista, pero me amarga sentir que un grupo de supuestos iluminados –llámense militantes de partidos de izquierda tradicional– nos andan corriendo a todos por izquierda como si fuéramos bebés de pecho que sólo tenemos que repetir lo que ellos creen una verdad revelada. Igual, no hay otra manera que persistir. No queda otra que seguir poniendo el cuerpo, aunque el Partido Obrero o el PTS, por nombrar algunos, se crean los dueños de la calle y el mismo 24 de marzo hayan cerrado la Plaza de Mayo con sus palos, como si tuvieran que defenderse de la gente que no corea sus consignas. Son un dato menor, es cierto, pero qué hinchapelotas. Qué ganas de joder, qué ganas de quitarnos la posibilidad de averiguar qué es lo que queremos, cuánto más difícil es pensar, dialogar, discutir, con la música de fondo de sus sentencias cerradas. Es un dato menor, es cierto. Es un dato menor frente a la insistencia de las voces en el teléfono, preguntando dónde hay un banco de drogas solidario que cubra la falta de medicamentos antirretrovirales que ahora no se consiguen ni siquiera pagando. ¿Alguien sabe dónde están esos bancos? ¿Podrían informarlo así lo publicamos? Es un dato menor frente a todo lo que sucede y a lo que ya no podemos ser indiferentes. ¿Cuánto tiempo más seguiremos hablando de la crisis? ¿Cuál es el fondo del abismo? ¿Se tratará de esta sorpresa al descubrir que siguen ahí algunas de las cosas que sabíamos que nos hacían bien y habíamos olvidado?
[email protected]