CONVIVIR CON VIRUS
Convivir con virus
Por Marta Dillon
No conocí a Silvana personalmente, en el momento en que yo golpeaba las manos frente a su casa en el barrio Las Flores de Rosario ella viajaba a Buenos Aires. Visité, en cambio, fugazmente, a Sandra, su amiga, con quien compartió su proyecto de engalanar la murga del barrio, de hacerla tentadora para los chicos, tentarlos para que fueran a golpear los zurdos y los redoblantes antes de elegir cualquier otra actividad de riesgo a la que están acostumbrados. Vi a Sandra emerger de su casilla de madera en el mismo barrio, precedida por sus dos inmensas tetas de siliconas, cubiertas apenas por una funda negra, que tal vez en un cuerpo menos generoso se vería como una musculosa. Hasta hace muy poco, Sandra contaba con un Plan Trabajar que aplicaba a los talleres de prevención de vih-sida en una de las zonas más marginadas de Rosario, donde la tasas de contagio suelen parecerse a las de Sudáfrica. La murga que habían armado era parte de su trabajo territorial. Silvana es el orgullo de su madre. En cuanto se pregunta por ella, descuelga de las paredes sus retratos, se la ve hermosa en su traje de plumas, con esas crestas como de pavo real que ella misma hace y que enseñó a hacer con cualquier material a la mano, lo mismo que se cirujea sirve para engalanar las comparsas. “¿Sabés cuántos pibitos venían a buscarla? Como doscientos por día, venían”, dice el padre ahora dedicado a construir hornos de barro para que los vecinos ahorren en garrafa. En Las Flores es así, dicen, las cosas se comparten y la organización vecinal no está pautada, pero funciona. Como funcionó aquel día en que se carnearon vacas al costado del camino y todo el mundo recibió lo suyo, aunque eran muy pocos los que tenían cuchillos. “La otra vez la Silvana y las amigas hicieron una fiesta para recaudar fondos para los zurdos, para los pibes, se había llenado de gente. Pero ya no lo pueden hacer más, porque viste cómo es, las discriminan”, dice el padre, consciente de lo que tiene que afrontar una travesti de cara a las instituciones. Porque en el barrio es distinto. Ahí a nadie se le ocurre hacer diferencia con las chicas a las que todo el mundo conoce y respeta. ¿Pero quién, más allá de esa frontera difusa de ranchos aplastados por el peso de los mismos materiales, puede entender que las travestis sean quienes se ocupan de ofrecer actividades a los niños? O de difundir la prevención del contagio de vih, algo que conocen muy de cerca. Por su actividad, y porque entre sus pares la muerte sigue campeando como hace años, cuando todavía no existían los cócteles que le pusieron un límite. Las travestis no suelen atenderse, huyen de las instituciones porque en el maltrato permanente a veces les cuesta diferenciar entre la policía y los hospitales, donde siempre hay alguno de uniforme dispuesto a “verduguearlas”. En su mundo, igual, Silvana y sus amigas seguirán siendo princesas, capaz de convertir el alambre en tocados de lujo; y hasta sus cuerpos en eso que ellas soñaron.