CONVIVIR CON VIRUS
Convivir con virus
› Por Marta Dillon
Siento la dentellada de la bestia en mis talones. Siento el aliento tibio en la planta de mis pies. Lo que salpica cuando estrella sus dientes, con el desencanto de quien mastica aire. Nada más que aire. Es tentador el calor en las plantas. Algo sugiere que rendirse puede ser dulce como dormir en el hielo, perder la sensación y dejarse ir, a lo mejor hamacada por algún fulgor perdido que todavía alumbra en la memoria. Es como fumar, un cigarrillo y después otro, el humo afuera y el humo adentro, el aliento que se va descomponiendo a lo largo del día, el aliento acre en el que me reconozco. Es como el olor después de una noche en la jungla, doblada por el peso de los vicios, el gusto agrio de este lado de la mejilla, la marca de las sogas que estrangularon antes de cortarse. Un paseo por la zona roja. Una cosquilla indefinible en el bajo vientre, o más abajo, donde mi nombre es una huella húmeda, cuando cualquier cosa es cualquier cosa. Podría permitirme cortos paseos por las sombras, como una adicta en permanente recuperación, que sabe que no hay caminos sin tropiezos. Pero me alarma estar siempre tan dispuesta a la dentellada, como si fuera tan fácil remendar la mordida al día siguiente. Y sin embargo no hay otra yo en las llanuras, más que el sonido de los cascos que se consume el fuego, con algún intervalo fértil que se bebe de a sorbitos en alguna laguna. ¿Qué dice el espejo? Que me encanta espiar en el jardín de las tentaciones, que las partes se juntan incluso en los brazos de la bestia. Que no voy a ceder ni los trancos ni los pequeños pasos, que doy al amanecer, sacudiéndome la culpa como polvo de la ropa. Que me la voy a cambiar y seré la misma. ¿Será que hay algo que rescatar del fondo del pozo? Porque sin duda vuelvo a su angosta pendiente, husmeando como un topo en lo que puedo ver, oler, probar, debajo, más abajo. Y entonces no sé si salgo entera y siempre la misma. Si alguna vez podré respirar en la superficie y olvidar este dolor de noche en pleno día. Por ahora sigo caminando por los bordes, me desbarranco y subo, hundo los pies en el barro, no sé si es lo que quiero pero de vez en cuando me alegra verme desnuda, quitándome lo negro como costras de brea. En ese vaivén me pierdo y me encuentro, las dos caras de lo mismo, una sola yo en mi destierro.