CONVIVIR CON VIRUS
Convivir con virus
Por Marta Dillon
Si tuviéramos que creer en lo que la ciencia acuerda, estaríamos muriendo de pánico. Según esos acuerdos, cepas de vih cada vez más resistentes estarían desarrollándose dentro de nuestros cuerpos cual cucarachas sobrevivientes a la era glaciar y a la súbita desaparición de los dinosaurios. Se supone que cada vez que se interrumpen los tratamientos antirretrovirales –vale decir, cada vez que dejamos de tomar aquellas pastillas que tanto se festejaron porque después de ellas dejamos de asistir a velorios año a año–, el virus, que es muuuy inteligente y sobre todo mutante, aprende a saltear eso que le evita su reproducción. Los médicos suelen decirlo con suma gravedad en el consultorio, ya sabemos que el miedo es un eficaz disciplinador y lo que se intenta es que una o uno tome sus pastillas a conciencia, a horario, con perfecta regularidad. Y lo cierto es que la diferencia se nota en los resultados. Puedo comparar los míos con los de cualquier amigo con conciencia y disciplina, y debo decir que los míos son mucho peores. A pesar de eso aquí sigo estando con el compromiso diario de esta vez sí, esta vez no me salteo ninguna toma. Aunque sea sólo por hoy, como los adictos. Claro que, como ya lo dijimos y lo seguiremos diciendo, los tratamientos se interrumpen porque no hay una voluntad política real para proveer medicamentos a las personas que vivimos con vih. Ni desde el Estado, ni desde las obras sociales que evidentemente tienen serias dificultades pero tampoco han establecido, en general y en particular, alguna salida solidaria para atender a quienes dependen de por vida de un puñado de medicamentos. Salidas transitorias como comprar algunos medicamentos y repartirlos hasta que se regularice la situación, o al menos facilitar los trámites burocráticos que es increíble que se exijan mes a mes cuando todo el mundo sabe que cada vez uno necesita lo mismo y que los tratamientos, salvo aviso, son los mismos durante años y años. Obviamente estamos todos preocupados, nosotros y nuestras familias y amigos. Y no es posible hacer vaquitas para comprar las pastillas, porque cada tratamiento insume al menos unos mil quinientos pesos, y los bolsillos de los amigos están tan flacos como los nuestros, más allá de la buena voluntad de todos. ¿Entonces? La gente se moviliza, es lo que se puede hacer. Hay quien decidió enviarle cartas documento al Presidente apelando a su condición de padre. Hay quien exige que se efectivicen las licitaciones y las compras ya comprometidas con laboratorios. El miedo aún no nos ha permitido exigir soluciones más de fondo. Un miedo largamente compartido frente a la precariedad de los controles sobre los medicamentos genéricos. Pero creo que es hora de mirarse al espejo y verse tal como somos. No podemos seguir exigiendo medicamentos de marca, es hora de empezar a pensar cómo se optimiza la fabricación de genéricos para quitarnos el miedo y sobre todo para poder sostener en el tiempo los tratamientos que para nosotros son vitales. Es una demanda que empezó en Africa, que siguió en Brasil y que ahora nos toca. Ya sabemos largamente que nos caímos del primer mundo y sería bueno empezar a buscar estrategias para vivir en el último.