CONVIVIR CON VIRUS
Convivir con virus
› Por Marta Dillon
El sol sale, la tierra gira, es de día, está nublado. Un silencio se abrió sobre la tierra. Igual que un pétalo se abre, igual a los miles que se abren en esta misma hora en que otras palabras se callaron en otra boca, a la fuerza cerrada para ocultar con decencia la huida del alma, la falta de aire en los pulmones, la inutilidad de ese hueco que ya no recibirá más alimentos. Ni besos. El sol sale, las nubes disimulan la puñalada de la luz. Las palabras no alcanzan para nombrar la ausencia. Con menos violencia que la de un soplido, alguien más dejó de estar en el mundo. Y en el mismo momento, desafiando las tormentas que cierran el futuro, alguien nació. Todo comienza cada segundo. El mundo se recrea, los hombres mueren, la vida pasa. Nada existe antes de quebrar el límite del propio cuerpo. Los muertos se cuentan en el diario y quedan apilados prolijamente entre las líneas de tinta. Igual sabemos reír. Nadie quiere hablar de la muerte hasta que sucede y se instala con la más desinteresada naturalidad. Incluso entonces no hay palabras. Estamos acostumbrados a las palabras máscaras. Esquivamos lo inevitable. La ausencia del otro nos trae el eco de la propia. Pero no queda bien mostrar el dolor, apenas es mejor exhibir el amor. Los dos extremos tan censurados. En el mismo acto en que se genera vida el final se asoma entregando fugazmente la cruel blancura de la eternidad. El camino en otro cuerpo es lento y desesperado. La perla es preciosa y se oculta en un mar de caricias. Un solo instante en que podemos ser uno con otro. Subir a la cima y caer sin remedio. Pero mejor no hablar de ciertas cosas. Alguien muere y se abre la puerta del silencio. Enseguida notamos la falta de palabras, aunque más no sea un puñado de ellas que puedan nombrar el intersticio, la grieta en la que conviven la luz y la sombra. Esa que entiende que la enfermedad no atenta contra la belleza. Los asesinatos también ocurren en la playa. Alguien se enamora en las catacumbas de la guerra. Alguien nace en Afganistán. Las hormigas que quise matar sólo mudaron su guarida. Un ritmo inamovible nos ampara. El sol llega al cénit. El año tiene cada vez su día más corto. El mediodía hace ruido en el estómago, buscamos algo para comer. Sin darnos cuenta pensamos en Dios y un recuerdo se esfuma en el desván de la memoria. Alguien tira un mensaje al mar y consuela a los ahogados. Un niño pregunta por su madre. Una mujer pregunta por su madre. Ella decide apagar su latido, él decide creer en la vida eterna. Todo sucede al mismo tiempo, aunque el tiempo se comporte según las circunstancias y quien sufre se quede con todos los minutos que el enamorado ve pasar volando. ¿Qué tiene que ver esto con el virus? ¿Es necesario que tenga algo que ver? ¿Acaso importa cuál es el nombre de nuestro miedo? Las hojas se caen, el otoño las desparrama, vuelven a la tierra. El sol es rojo al atardecer. El planeta se mueve. Cae la noche. La luz viaja a través del tiempo y nos regala estrellas. Los perros ladran. Pronto va a amanecer.