CONVIVIR CON VIRUS
› Por Marta Dillon
Probablemente a esta altura ya esté todo dicho. Hace poco más de una semana que dos pibes cayeron en una estación heridos de muerte, ya se contaron sus historias, hemos visto a la madre de uno y a la novia del otro destilar un dolor que es de todos y que no deja de sangrar. Darío Santillán se muere todos los días frente a nuestros ojos, todavía está vivo y mueve las piernas como si quisiera levantarse, tal vez haya algo de incredulidad en el último instante de sus ojos, mirando desde el piso el desquicio a su alrededor. ¿Qué supo él en ese instante eterno que se rebobina y se vuelve a pasar en la televisión, en la memoria, en la bronca, en la impotencia, en esta sensación de un tiempo quieto en el que siempre sucede lo mismo? Sucede que los muertos están siempre de este lado, sucede que la ausencia de los dos pibes talados de esta vida cuando apenas empezaban a dar sombra es una historia demasiado común. Demasiado repetida, tan anclada en los relatos de varias generaciones que podríamos contar sus detalles sin la certeza que trajeron los documentos gráficos. A los pibes los mató la policía. Lo sabíamos. Lo cantamos tantas veces. Lo gritamos tantas veces que parece increíble que la voz siga su camino desde la garganta para aullar una vez más en medio del coro de voces que intenta explicar lo inexplicable. Que trata de acotar las responsabilidades a uno u otro hombre como si no supiéramos que la eliminación de Maxi y de Darío fue un efecto buscado y planificado para que el miedo disperse a los que están juntos. Esta película la vimos muchas veces, aunque ahora esté documentada y registrada, aunque Darío siga muriendo cada día frente a nuestros ojos. Por estos días el optimismo es esquivo para mí que siempre ando descubriendo piedras preciosas entre los escombros. Me lo dice un amigo que es capaz de sentirse fuerte aun cuando también haya sentido el estampido de las balas como un eco en el cuerpo de miles de dolores. Al menos ahora, me dice, las cosas salieron a la luz, en otro momento no hubiera sido así. Es posible. De hecho las fotos que se publicaron el viernes existían el jueves, al menos en Clarín y La Nación y hasta ahora nadie se preguntó seriamente qué pasó en esas horas de retraso que se aprovecharon para difundir versiones que nadie podía creer. Si se publicaron las fotos, dice mi amigo, es porque la gente ya no come vidrio, porque la sociedad cambió y no está dispuesta a digerir versiones oficiales como sopa de pescado, frunciendo la nariz pero tragando. Estos que somos después de tantos muertos tenemos una bronca intacta y saludable que nos lleva hasta la plaza como el único destino posible. Basta. Basta ya. Hemos visto demasiado, pero tenemos la empecinada voluntad de no cerrar los ojos. Los muertos no se cuentan en números, los muertos se cuentan en historias degolladas de amigos, de novias, de hijos, de padres y de madres. Rutinas desgarradas que se desprenden todos los días del corazón, que siguen sangrando y manchan el piso de la estación Avellaneda en un instante eterno que no pasa. Y que no queremos que pase. Somos muchos de este lado, me dijo mi amigo en un alarde de resistencia optimista, tal vez acunado por el alcohol, tal vez porque el dolor compartido no es que duela menos pero es seguro que duele distinto.