CONVIVIR CON VIRUS
Convivir con virus
› Por Marta Dillon
Me cuesta imaginar por qué se preocupa tanto. Él dice que no puede ser, que no es normal hacerse la paja todo el tiempo. Normal, vaya a saber qué quiere decir normal. ¿Qué es lo que le da miedo? Hacerse la paja no depende de cuántas veces tengamos sexo, ni de lo bueno o lo malo que este pueda ser. A mí me sucede que cuanto mejor lo paso más ganas me dan de hacerme la paja. En serio, es como si el cuerpo estuviera siempre despierto, atento a cualquier roce, tal vez inventando, anticipando el próximo encuentro. Siempre se vuelve al primer amor, el que no cambia. Lo único realmente conocido, para hombres y mujeres, es el placer que nos otorgamos a solas. Soy mujer y como maestros autodidactas mis dedos manipulan lo que no es fácil ver en este cuerpo de mujer. Hurgan los timbres que despiertan, aquí y allá, las zonas dormidas, ecos nuevos, conductos que reúnen los opuestos: el horror y el goce de lo prohibido. Late el cuerpo y las manos entonces se escapan del centro que las llama con la urgencia del alivio. Se cruzan como naves sobre el mar del vientre, capean la tormenta de la entrepierna .que se abre, es un túnel, el corredor secreto por el que transitan las imágenes que produce la mente, el cine en la mente y debajo, muy abajo, la erupción del calor que se prepara. Las manos saben navegar, levantan vuelo también hasta la cresta de los pezones empinados, tratando de alcanzar la palma que los roza nada más, tentándolos como la zanahoria al burro. Y después vuelven las manos como imantadas, al único timbre que ya no tiene paciencia, que mueve al resto del cuerpo, que late y pide que la fricción lo retraiga y lo desvanezca, que se acabe de una vez la lenta morosidad de la amante que se ama a sí misma. Y cuando todo termina, cuando las contracciones me dejan otra vez abandonada a ningún calor más que las propias manos, tal vez llegue la vergüenza, tal vez la sensación higiénica de haber despachado alguna tensión, o sólo haber hecho algo que simplemente no podía evitar. En las manos queda el olor de mi sexo como un sello, una prueba. Si la audacia lo permite, las llevaré a la cara para intuir así lo que no se puede ver sin el artilugio de un espejo .un tercero al fin y al cabo, la flor de mi secreto. Nada más y nada menos.