CONVIVIR CON VIRUS
CONVIVIR CON VIRUS
› Por Marta Dillon
Abrazarte, muy fuerte, hasta que pierdas entre mis brazos la forma. Barajar y dar el tiempo. Y pedir maldón. Y dar de nuevo. Reírse, como en una propaganda de aperitivos. Y que el comercial venda nuestros gritos, perdidos en la atmósfera como la humedad que trae la corriente del Niño.
Borrar las cuatro páginas de asesinatos famosos a que nos tiene acostumbrados el diario. Soplar vida sobre los cuerpos y recuperarlos a su rutina de novios y colegios, y que la gente vuelva a su casa. Y que los casos policiales sólo se escriban en novelas.
Cerrar los ojos y darles una estocada a los malos recuerdos. Apilarlos después en un archivo al que se pueda consultar con afán científico, pero sin nostalgia. Como quien busca colores para combinar y jamás olvida el negro.
Ya no pedir por el amor que me deben. Ganarme la lotería y cerrar las cuentas viejas con generosidad. Reconocer al fin que el amor se da distinto cada vez. Y nunca como espero. Pero llega siempre a tiempo para que mi vida sea más fácil. Renunciar también al deseo. Dejarlo que se devore a sí mismo. Que se consuma en su fuego. Y ver con tristeza la ceniza que decanta sobre la cara, oscureciendo también la mirada. Y el cuerpo se queje con su gemido de perro. Y no atenderlo. Mentir el alivio, porque alguien más espera que mi hambre sea un arroyito helado que se congela entre montañas.
Darle tiempo al calor para que haga su trabajo. Y quien espera encuentre también su cauce, sin caer desbocado por los rápidos de esta corriente que habitualmente me arrasa. Recoger la memoria como piedritas que se acomodan en una canasta. Y devolverlas de nuevo a la tierra, su custodia. Rastrear en el aire esa orden secreta que despierta al mundo. Y que una vez sea de noche en todos lados. Y nos demos el lujo de perder un día. Para ganar una incógnita que husmee cada noche los rastros del día extraviado. Y que ese día sea siempre el mismo. Y podamos tomarlo como una clava que un malabarista lanzó tan alto que nunca termina de caer. Un comodín que se intercala entre sus hermanos.
Caer de boca. Masticar la arena. Y hacer globos con los pequeños granitos entre los dientes. Y dejarlos ir sin quitar la cara de su molde, que construye el viento desde la nariz. Cada soplido más hondo. Cada inspiración más estrecho. Construir otra vez la casa de mis sensaciones. Dejarla erguirse con su propio impulso hasta el límite de mi arquitectura. Siempre más chata de lo que merece su violencia de magma empujándome a la noche.
Curarme. Y ofrecerme de nuevo a la lenta corrupción del tiempo. Y sus sorpresas.