CONVIVIR CON VIRUS
CONVIVIR CON VIRUS
Por Marta Dillon
Es una vieja historia, como todas, empieza una noche cualquiera. No es nada importante, una conquista que tan bien le hace a la autoestima, unos cuantos meneos, nada más. Después nos volvemos a encontrar, ¿por qué no? No es fácil pasarla bien, cuando la oportunidad se presenta hay que aprovechar, dejarse tentar, abandonarse a la corriente que arrastra, pero no tanto. Lo justo y necesario como para que la historia no ocupe lugar en la cabeza. Si está, buenísimo, si no, habrá otros planes. Después las noches se extienden al día, siguen los desayunos, los almuerzos, alguna caminata. De pronto es fácil reírse, no se te ocurre ninguna compañía mejor para ir al cine y cada vez está mejor esto de dormir abrazados, que te calienten la cama, saber en qué anda el otro, te preocupás por sus problemas, compartís los tuyos sin darte cuenta. Las cosas suceden y una se deja llevar, al fin y al cabo la pasión no nos consume ni mucho menos. No hay nada de la violencia del amor, ninguna fantasía de pertenencia. Es una historia tranquila que ofrece sus luces, pero no te prende fuego. Entonces una se cree que puede seguir jugando, que no hay riesgo, que así como se entra se puede salir, porque total no es nada serio. Eso ya llegará si una lo desea. ¿Pero quién desea enamorarse? ¿Quién puede querer ese dolor de estómago cuando el amado está lejos? ¿A quién le puede gustar sentir la punzada de los celos que la pasión no puede evitar? La verdad es que yo no quiero. Esto es explícito, cuando me enamoro no puedo pensar en otra cosa y por el momento tengo muchas para hacer. Lo he escuchado mil veces esto de no querer enamorarse, no querer estar en pareja. Pero lo cierto es que no es una cuestión de voluntad. Las cosas suceden y resistirse es tan necio como pensar que se puede conducir a las emociones por pura voluntad. Puede ser que las emociones que te provoca esa historia no sean violentas, ni apasionadas, ni traigan constelaciones al techo sobre tu cama. Pero ya no te da lo mismo. De pronto no está y todos los planes parecen más aburridos, hace semanas que no hablás con tus amigas, ni siquiera te dan ganas de salir de cacería por las noches. En realidad una historia tranquila te dan ganas de estar tranquila. Y desde la soledad de tu cuarto es difícil que se presente otra. Y además no querés que se presente otra. Y tampoco te da para reclamar ninguna cosa porque, ya lo dijimos, era así, sin compromiso. Entonces nada, lo dejás pasar, te consumís en la soberbia que te hacía pensar que era fácil entrar y salir, que las decisiones son siempre tuyas. Y esa misma soberbia hace que una se quede callada, que se llame a silencio rápidamente, en el mismo instante en que parece que algo sucede y sobrevive al instante. ¿En qué momento me habré vuelto tan estúpidamente adulta?