Jue 29.08.2002
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CONVIVIR CON VIRUS

CONVIVIR CON VIRUS

› Por Marta Dillon

La sensación es siempre la misma, como caminar tranquilamente por una vereda y que de pronto el suelo se abra bajo los pies, sin aviso. Voy al Hospital Municipal de Odontología Pediátrica para llevar a mi hija. Es casi un milagro haber conseguido un turno y estamos las dos felices de haber ingresado en ese sistema, después de un par de meses llamando por teléfono. Me preguntan también si alguien en la familia tiene vih. Les digo que sí, que yo vivo con vih. La odontóloga, muy atenta, me dice que, si lo deseo, la niña de pujantes 14 años puede pasar por el laboratorio de análisis clínico. Le agradezco, pero no es necesario, ya evaluamos esa posibilidad con mi infectólogo hace años y fue descartada. La tercera vez que asistimos al hospital de La Boca –y sí, el Odontológico queda, paradójicamente, en La Boca–, el doctor Abdala me hace pasar primero. En el consultorio hay tres dentistas más y dos pacientes; allí me dice que necesita un certificado del pediatra que diga que Naná no tiene vih porque, si no, no puede ponerle anestesia ni realizar determinadas prácticas. ¿Qué? Le pregunto con un tinte de escándalo en la voz. Usted no necesita ningún certificado, doctor, la anestesia no tiene un cuerno que ver con el vih y además está prohibido por ley que usted me exija ese tipo de certificados. ¡Ah, sí, la ley! ¡Como si alguien cumpliera con la ley en este país!, dice la jefa del consultorio. A esta altura la cólera fluía sin problemas por mi garganta, y afortunadamente también por la de mi hija, que es hermosa, inteligente y combativa (sí, soy la madre). Y que había entrado al consultorio porque nadie se lo había impedido. Otra de las dentistas, con el barbijo puesto y la boca de su paciente abierta, quiso argumentar sobre la probable existencia de otros “bichos”. Les pedí que pusieran todo esto por escrito así yo podía hacer la denuncia donde correspondiera. La atendieron, sin usar anestesia, ni siquiera el torno, porque antes de tratar las caries había que terminar con la prevención. En cuanto el doctor terminó de sellarle las muelas sanas, subimos a hablar con el director del hospital. Dijo que era cierto, que no podían exigir el análisis, pero que era para proteger a la niña porque, usted sabe, a una persona inmunodeprimida un resfrío podía causarle un daño gravísimo. Le pedí que no subestime mi inteligencia ni mi experiencia. Y que si, como parecía querer decir, tenían un consultorio aislado para los niños inmunodeprimidos, también iba a hacer la denuncia porque como medida de bioseguridad era deficiente y como atención a los niños era cruel. El profesional ensayó el tono paternalista de algunos médicos, me felicitó por la manera frontal con que encaraba las cosas y me aconsejó no andar diciendo por ahí que tenía vih, ¿para qué? Una buena razón es para enfrentar a personas como usted,con su ignorancia y su miedo. Fin del primer capítulo. En el próximo turno, sabremos cómo sigue esta novela de terror.

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