Jue 05.12.2002
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CONVIVIR CON VIRUS

Convivir con virus

Marta Dillon

Es su novia quien lo dice: es un tipo con experiencia, sabe lo que tiene que hacer, conoce el cuerpo de las mujeres. El no escucha mientras ella habla, es tímido, un poco torpe con las palabras y poco más con los gestos. Antes de poder relatar su primera vez la piel oscura se enciende bermellón, sobre la frente le aparece una constelación de perlitas de agua. Transpira. No fue planeado, qué va, ni siquiera se imaginaba que podía pasarle. Nunca se había hecho la paja, desde que tenía uso de razón el padre le había dado chirlos en la mano cada vez que se la veía cerca de la entrepierna. Así que, por la dudas, el no se tocaba. Tampoco hacía tanto tiempo que sentía esa urgencia por hacerlo, una o dos veces se había despertado con los calzoncillos mojados, un sol pegajoso sobre la tela, un reflector sobre el pene, como si algo o alguien lo estuviera denunciando. Lo que sí se acuerda es de la piba con la que tuvo su primera vez. Se acuerda de ella de antes de que sucediera. Era más grande, bastante más grande, tenía como quince años. Él, once, pero como venía de Salta sentía que parecía de menos. Ella siempre le decía que él era su novio, como si fuera un chiste, como si fuera imposible que una chica como ella pudiera fijarse en ese pendejito. Pero bien que lo besaba cuando nadie la veía. Le metía la lengua adentro de la boca, se mojaba con su saliva, lo hacía sentir esa incomodidad en el pantalón, como si algo quisiera soltarse sin que él supiera qué hacer. Era un asco, dice, un asco. Pero volvía todas las tardes a la casa de la vecina, a buscar a su hermano, sí, pero no le molestaba para nada encontrarla sola y portarse como un buen alumno. La vez que se metió dentro de ella estaban jugando a las escondidas. Sí, porque ella se hacía la grande pero después terminaba jugando con los pendejitos. Se ocultaron en el baño, atrás del lavarropas, en un lugar donde había montones de sábanas sucias sobre las que se acostaron juntos. Ella lo guió con la mano, él no sabe cómo, pero cree que mientras sucedía ya sabía todo lo que tenía que hacer. No se movió más de dos o tres veces, enseguida se dejó ir dentro de ella arqueando el cuello como si algo le doliera mucho. Fue la única vez que lo hizo sin forro. Después sus padres se separaron, se golpearon, los hermanos se dispersaron, él quedó en un instituto. Durante años soñó con esa tarde fría entre las sábanas sucias. Ahora que está afuera de nuevo sigue visitando al médico que lo atendió en el San Martín, donde estuvo encerrado. Lo obligan a hacerlo, pero a él no le disgusta. Ahora tiene 17, es un chico experimentado y cada vez que ve a su médico le llena los bolsillos de forros. Él no se olvida nunca de usarlos.

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