CONVIVIR CON VIRUS
convivir con virus
› Por Marta Dillon
Es una historia de los ochenta, me dice alguien. Es mi amigo, pienso, y dudo de usar el verbo en presente porque tampoco sé si es mi amigo el que mueve los ojos como si me mirara, en una cama ortopédica, en el living de su casa. Dicen que la tomografía computada da cuenta de una gran mancha blanca en su cerebro. El gráfico es una fotografía de la ausencia, no quedó nada ahí donde había historias en común, el extraño gusto por los cactus o las plantas opulentas, como las llaman los que saben. No hay registros de sus amores, de los paseos en la montaña, no sabe qué olores le traían buenos recuerdos, cuáles arcadas, no sabe que le gustaba tomar fernet con coca y ver libros de diseño, manejar todo el trayecto de Mendoza a Buenos Aires o patinar paredes en las casas de sus amigos. Es una historia de los ochenta, me dice alguien y puede ser que sea así. Pero sucede ahora cuando se supone que el que sida ya no mata más que a los pobres en Africa; o en cualquier otro lado. Paco no es pobre. De hecho está ahí, en el centro del living de la casa de su madre, impecable en sus sábanas, aferrado a un pañuelito que impide que se lastime su propia palma con las uñas, porque así cerrada le quedó después del último ataque. ¿Qué tuvo?, le pregunto a su madre, queriendo saber qué enfermedad oportunista lo dejó en ese estado. Pero ella se espanta, los ojos son como platos lanzados como objetos contundentes, parece que le hubiera pedido que me mostrara su bombacha. Es que a ella la avergüenza que su hijo tenga sida, es algo que no puede ni siquiera pronunciar, ni quiere saber detalles, ni nada. Se le fue todo eso a la cabeza, me dice cuando la tranquilizo pronunciando yo la palabra fatal. A Paco, por alguna razón que tal vez anide en ese living inmaculado o en los laberintos del pueblo chico de la provincia, o en sus propios laberintos, también le daba vergüenza decir que tenía vih. Me acuerdo perfectamente del día en que me mintió que su análisis había dado negativo porque no le creí. Pero qué iba a hacer, lo mío podía ser un prejuicio. Lo suyo puede haber sido miedo o la ilusión de morirse rápido, qué sé yo. Hasta hace un año se negó a cualquier tratamiento porque negó que algo le pasaba. Estuvo muy grave el año pasado, pero entonces todo se blanqueó y enseguida recuperó 23 kilos. Empezó a tomar la medicación, volvió a andar en bicicleta, se le notaban los músculos como siempre con esas remeras que cortaba a la altura de las axilas. Después no sabemos qué pasó. Dejó de tomar las pastillas, volvió a encerrarse, a tomar merca. Tuvieron que abrir la puerta de su cuarto con un cerrajero. Desde entonces está encerrado en ese cuerpo inútil, en el living de la casa de su mamá, detrás de esos ojos que estoy segura de que me miraron. A la mañana y a la noche, siempre a la misma hora, su mamá muele las pastillas que él no se quiso tomar y se las da en el suero. Tal vez así viva muchos años.