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Jueves, 30 de enero de 2003

CONVIVIR CON VIRUS

convivir con virus

Finalmente, después de años de debate –la mayor parte cargado de palabras estériles y preceptos morales que no tienen nada que ver con la realidad–, el Estado Nacional se apresta a realizar una compra masiva de anticonceptivos para cumplir con la ley de salud sexual y reproductiva. Deberíamos celebrarlo de alguna manera: se supone que desde ahora y en adelante, con el tiempo que se necesita para modificar las viejas conductas, las mujeres más humildes podrán disponer de sus cuerpos, eligiendo cuándo y cuántos hijos deben tener. Digo las más humildes porque el resto se compra los anticonceptivos en la farmacia, recetados por su médico de la obra social y listo. Y en caso de emergencia, sabrá recurrir discretamente a quien corresponda para practicarse una cirugía menor que le permita interrumpir un embarazo que no había sido deseado. Las mujeres pobres no tendrán la posibilidad de acceder a un aborto en condiciones dignas y seguras pero, se supone, podrán discutir con su ginecólogo o ginecóloga cómo cuidarse para no tener más hijos que los que quiere. Eso es lo que dice la letra, aunque nada dice de cómo se va a llegar hasta esas mujeres que habitan zonas rurales y que temen llegar al hospital porque esa es una institución más en definitiva, una que algo tendrá para reclamarle. Que por qué no manda a los chicos a la escuela, que por qué están tan flacos, qué por qué tiene tantos. Como si no supieran que sin ingresos nadie puede darles de comer a los chicos, sin boleto no se llega a la escuela y sin fuerza física es imposible oponerse a los deseos del varón que sigue siendo el que manda cuando se trata de las relaciones sexuales. Está bueno que haya una ley, que se compren anticonceptivos, pero es necesario también tomar conciencia de cuánta distancia hay entre la ley escrita, las instituciones y las personas reales. Cada vez que me toca entrevistar a una mujer pobre –y me toca muchas veces– le pregunto si ella decide sobre sus relaciones sexuales –si decide cuándo y con quién–, si goza con ellas, si sabe cuál es el riesgo de tenerlas sin usar preservativo. Es un ejercicio doloroso, las respuestas dejan el alma seca como un papel de diario. Muchas no pueden pensar en riesgos futuros porque lo concreto es que si no abren las piernas son golpeadas hasta que lo hacen, en el peor de los casos. Y en el mejor son extorsionadas afectivamente: o cojen o las abandonan. No se trata de victimizar a las mujeres, es una descripción cierta de lo que les sucede a medida que se desciende en la escala social. marta dillon

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