Jue 13.02.2003
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CONVIVIR CON VIRUS

convivir con virus

› Por Marta Dillon

No éramos estrechamente amigos. Hacía mucho tiempo que no nos encontrábamos, que no chusmeábamos como al pasar sobre romances fugaces, dolores de estómago o viejos conocidos. Teníamos esa complicidad que no se pierde con el tiempo ni con la distancia; la que, me guste o no, otorga el saber que en secreto lidiamos con las mismas pastillas, problemas similares, soledades (o no) paralelas. La complicidad que te da saber que vivimos con vih, que un día creímos que nos moriríamos al siguiente y sin embargo seguimos viviendo. La última vez lo vi acá, en el diario. Estaba indignado porque no sé qué chirusa se había negado a hacerle las manos en su peluquería de siempre (una lo suficientemente cara como para albergar su alcurnia), si él no traía sus propios implementos de manicura. Es que la mujer había escuchado su testimonio por la tele y temía que sus instrumentos se infecten con vih. Demasiadas películas, demasiadas malas películas y poca calidad humana. Alejandro Kuropatwa también se había hecho demasiadas películas. Me acuerdo de verlo entrar en el velorio de Omar Schirillo, un artista plástico que murió de sida, arrasado por el llanto y ese modo tan chic de deprimirse diciendo que él sería el próximo. Nadie le dio demasiada bola, ya lo había dicho otras veces, de hecho fue Liliana Maresca, la que de verdad fue la próxima en morir, quien se ocupó de susurrar: “Este nos va a enterrar a todos”. Murió la semana pasada, de sida, cuando ya no esperábamos enterrar a nadie más. Era el último dinosaurio, dijimos algunos, los que nos hemos encontrado en tantos entierros porque también nos emborrachamos y tocamos el cielo narcótico de los ochenta. Hacía veinte años que vivía con el virus. Y no sé qué pasó, no sé qué contestar cuando me preguntan porque hacía mucho que no nos veíamos y porque, parece, hacía tiempo que no veía a casi nadie. Se murió de sida, eso sigue sucediendo, pienso y hago estúpidas cuentas sobre cuántos años me quedan a mí si a él le tocaron veinte después de su diagnóstico. Es un pensamiento miserable, es cierto. Ya no me voy a quejar de su alarde de gran artista, ya no puedo criticarlo porque me parecía que estaba sobrevaluado como fotógrafo o por lo que puta fuera. Se murió Kuropatwa y así es de escueta su ceremonia. Y aquí nos quedamos todos otra vez, con la extrema pavura a lo irremediable.

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