Jue 10.01.2002
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CONVIVIR CON VIRUS

Convivir con virus

› Por Marta Dillon

No era la primera vez que lo hacían. En realidad se había transformado casi en una costumbre de los últimos seis años. Un rito más en esa relación que empezó compartiendo chupetines en el jardín de infantes y odiándose a muerte durante la mayor parte de la escuela primaria. Las dos se desvelaban por ser las mejores alumnas y la antipatía había sido abonada por las sucesivas maestras que no tenían mejor manera de alentarlas que haciéndolas competir. A ver cuál de las dos tenía las mejores notas, cuál el mejor cuaderno, cuál el uniforme más prolijo. En quinto grado llegaron incluso a sacarse la lengua en el pasillo y a trenzarse en una maraña de tirones de pelo que las alejó del sueño de ser las mejores. En el boletín llegaría la mala nota en conducta. Por suerte en la secundaria llevar la bandera dejó de ser una tentación y las dos aprendieron a sentarse en los últimos bancos. Ahí, en el fondo, la rutina de las clases se suspendía y ellas charlaban por escrito, anotando párrafos enteros en los escritorios de madera que finalmente una preceptora las obligó a lijar. En esos años vivían casi en la misma manzana, a mil quinientos cuarenta y tres pasos de la escuela. Lo sabían porque los contaban religiosamente cuando les tocaba volver solas, era una forma de acortar el tiempo de la caminata, un desafío para conservar la cuenta intacta y darse cuenta que siempre, siempre, daba lo mismo. Si no era cuestión de dar algunos trancos. Pero lo mejor era volver juntas, sobre todo en esa época en que es fácil conversar porque el mundo está ahí con sus sorpresas y a alguien hay que contárselo. En esas cuadras negociaron las primeras veces hasta dónde podía tocarlas el novio, si de la cintura para abajo o para arriba, si ellas lo tocaban a él, si sería verdad que después de hacer el amor el amor seguiría haciéndose solo. Planificaron tantas veces el día en que finalmente dirían sí que la desilusión las obligó a mentir un poco sensaciones que escucharon en alguna película. Siempre siguieron encontrándose. A pesar de que estudiaron cosas distintas y se mudaron de barrio. Por cábala o como un rito, se encontraban en la plaza de enfrente de la escuela y caminaban juntas a la casa de los respectivos viejos. Por cábala también, después de la primera vez que se hicieron el análisis de vih, siguieron yendo juntas. Al mismo hospital, siempre un viernes, a la misma hora. Se lo hacían porque les parecía lo correcto, porque tenían amigos que vivían con vih y entonces se sentían comprometidas con el cuidado, la prevención y la no discriminación. Son de esas chicas que siempre tienen forros en la cartera, saben cómo ponerlos y cuáles son las mejores marcas. En realidad se hacían el análisis como un rito, era una excusa para encontrarse, una cábala. No era la primera vez que se lo hacían, pero sí la primera en que a una de ellas la hicieron pasar a un consultorio, más privado, y le dieron un resultado que no esperaba. Sí, puede ser que se hubiera relajado. Pero qué sé yo, era un pibe del laburo, un cara de santo. Además desde que existen las pastillas ya no es tan grave la historia, no te morís de sida. A eso apostaba Mariela en el camino de ida al hospital. De vuelta no hicieron falta palabras. Dos mil ochocientos veinticinco, todos esos pasos duró el silencio.

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