Jue 22.05.2003
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CONVIVIR CON VIRUS

CONVIVIR CON VIRUS

› Por Marta Dillon

Arbitrariamente, sin consultarlo con mi médico, sin más guía que mi propio hastío, un día, hace seis meses, dejé de tomar las pastillas. Después de seis años ininterrumpidos de tratamiento diario, consideré que podía tomarme un respiro, saber de qué se trataba olvidarse no una o dos veces de tomar la medicación sino entregarse a la dulce amnesia de la vida sin medicación. Que no es lo mismo que la vida sin vih, ya que esa oportunidad me la perdí hace tiempo. No quiero ser terrorista, ya sé que no es para aplaudir mi decisión unilateral. Como también sé que esta vida sin horarios ni pastillas tiene un límite. Por estos días, más precisamente, estoy cumpliendo los engorrosos trámites –y uso esa palabra para ser elegante– que implican retirar los medicamentos mes a mes para volver a mi rutina de paciente responsable. Fui feliz mientras duró, debo decirlo, sobre todo para acompañar a quienes tienen que empezar a tomar medicación ahora y por razones diversas se niegan, no se animan, dan vueltas, se justifican. Quiero decir, no es ningún paraíso tomar las benditas pastillas, pero hay momentos en que no queda otra. O sí, pero esa otra posibilidad es mucho menos romántica incluso que una muerte joven y copiosamente llorada por los pares. A mí me basta con asistir a la lentísima agonía de mi amigo Paco que en su cama ortopédica sólo se limita a respirar y alimentarse por suero. Puede sonar cruel, pero también puede ser peor. Feliciano, por ejemplo, murió más o menos dos semanas después de empezar a tomar el cóctel, después de negarse una y otra vez, después de convertirse en un militante macrobiótico que ni siquiera permitía que le tomen una radiografía. Y podría seguir. Laura intentó mirar para otro lado durante años, cambió de médico cada vez que le sugerían que era tiempo de empezar el tratamiento, se hizo la boluda todo lo que pudo. Hasta que se agarró un herpes –que duele como la puta que lo parió–, bajó tanto de peso que casi desaparece y se convenció de que estar enferma no era tragar pastillas sino que eso sucedió cuando no lo hacía. Sí, escuché y leí un montón de cosas sobre la no existencia del vih, sobre el complot capitalista para vender medicamentos y otro tipo de paranoias. Pero, en mi experiencia, tomar o no tomar pastillas significó, entre otras cosas menos agradables, enfermarme menos –y tener menos chances de morirme al pedo. Detrás de esa negativa clásica a la medicación suele esconderse otro cóctel en el se mezclan el miedo –es verdad, cada vez que las tomás, recordás que el virus habita tu cuerpo–, la soberbia –¿qué saben los médicos de mi cuerpo?– y un resto de cierto placer por ocupar el lugar de la víctima. No quiero ser cruel; en todo caso, soy cruel conmigo también, que padezco de todas esas cosas. Lo que sé es que no hay nada de valiente en inventar excusas para mirar a otro lado. La decisión es de cada uno, y una –en mi caso– siempre negocia entre lo que tiene que hacer y lo que debe. Esa es la chance posible pero, en todo caso, hay que hacerse cargo.

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