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Jueves, 19 de junio de 2003

CONVIVIR CON VIRUS

Convivir con virus

Para Claudio y para Lucas cumplir 18 años no significó la posibilidad de sacar el registro de conductor, entrar al cine a ver películas como Irreversible o adquirir alguna libertad extra de la que antes solían otorgar los padres. Para ellos cumplir los 18 significó pasar de un instituto de menores a un penal para menores. Cuando cumplieron 21 no pensaron con que podrían viajar más allá de las fronteras sin autorización firmada ante escribano, supieron que finalmente entrarían en los laberintos de los penales de mayores. Porque a los 16 fueron protagonistas de un raid delictivo y a los 18, cuando los juzgaron, los condenaron a prisión perpetua: fueron los primeros en recibir esa condena aun cuando eran menores de edad al momento de cometer sus crímenes, que eran graves, lo saben, lo saben demasiado bien. Mucho más después de haber pasado siete años presos y en las peores condiciones, peregrinando de penal en penal, en los pabellones de máxima seguridad, creciendo bajo las botas de los agentes penitenciarios, aprendiendo que sólo los más fuertes sobreviven, que ser fuerte es aprender a soportar que te peguen porque sí, que te basureen porque sí, que te trasladen de Buenos Aires a Rawson o a Neuquén o a Chaco o cualquier lugar que la Justicia disponga porque lo que hicieron amerita que les quiten su voluntad. Fueron tantos los traslados de penal a penal que ni siquiera pudieron terminar la secundaria, ni aprender ningún oficio, ni ninguna cosa que les sirva para ser mejores personas, para sentir que se les da una oportunidad, que alguna vez van a pisar la calle y entonces van a saber qué hacer para ganarse la vida o relacionarse con otros, enamorarse, divertirse, vivir. Los condenaron a prisión perpetua en contra de todos los tratados internacionales que tienen en este país validez constitucional, en contra de los más elementales derechos humanos, depositándolos en un lugar lejos de la vista de los seres bienpensantes que jamás cometerían un delito y que querrían matar a todos los que lo hacen. Al condenarlos no se valoró que eran personas en formación, se los trató y se los trata como bestias a las que es necesario aislar, separar, marginar y después olvidar. Hace diez días que están en huelga de hambre, porque a pesar de todo ellos aprendieron algunas cosas, que tienen derechos, que existen leyes que los amparan, que son personas, seres humanos que merecen una oportunidad. Y están dispuestos a exigirla.

Marta Dillon

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