No hay bicicleteros jóvenes. Son todos viejos, medio agretas, siempre refunfuñando (quizá por el dolor de espalda), cansados de tanto luchar con bicicletas chinas, trabajar mucho y ganar chaucha. Algunos de tan cansados te arrancan la cabeza por emparcharte una pinchadura y hasta te cobran el aire para inflar las gomas. Y en lugar de perder dos minutos y ganar un cliente, hacen al revés. Será el cansancio. No es el caso de Gustavo Lamanna, 27 años y 15 de experiencia, mujer, dos hijos, dos tatuajes, los brazos gruesos y marcados –con este oficio no hace falta gimnasio–, chivita diabólica y fama de santo. En Villa Martelli todos lo conocen como El Patón y no hace falta preguntarle por qué si le mirás los pies. Calza 47. Hace ocho años que se armó su bicicletería “con casi nada, de a poquito”. Alquila, le va joya, a veces “ni tiempo para tomar mate”, sobre todo durante el receso escolar. No se toma vacaciones desde el ‘98, pero se lo toma bien. Este año si termina de reciclar la F-100 modelo ‘76 se va para Córdoba con la familia. Es un sueño. Nada seguro. “Empecé a los 12 armando rueditas de triciclo en una fábrica. Corté pasto, trabajé en una tornería. Pero esto es lo que me gusta, lo hago de corazón.” El oficio lo aprendió solo, como solo aprendió andar en bicicross, su gran pasión. Abre a la mañana y a la tarde. En el medio almuerza y, cuando el barrio está de siesta, sale a andar en bici y a comprar repuestos. Ah, no cobra por inflar las gomas. Es a voluntad. Dice El Patón, entre llaves estira rayos y corta cadenas, manubrios, piñones, cámaras y cornetas, cables acerados y un compresor que tose como tabaquista empedernido: “Mirá si me gusta esto que el día que me gane la lotería voy a venir a laburar una vez por semana para la gente del barrio”. Así sea Patón, así sea. Quizás el azar le devuelva, todas juntas y de una sola vez, las monedas que no cobró por tanta cubierta inflada.