Ana tiene un trabajo poco común; es la maquinista –operadora, o como se llame– de la montaña rusa azul del Parque de la Ciudad. Es la que maneja las palancas y los botones de mando de la cabina mientras todos gritan y levantan los brazos cuando el trencito metálico está allá arriba, está allá en la bajada, está allá abajo, está allá en la curva, está allá frenando. Hasta se sabe de memoria los momentos del paseo con mejores probabilidades de vómito: “Es en los últimos giros, cuando los carritos quedan inclinados; siempre hay alguno al que se le revuelve el estómago”, diagnostica, sin malicia ni necesidad de poner cara de asco al hablar de vomitadores y vomitados. Su verdadero nombre no es Ana sino Svetlana. Es ucraniana, tiene una hijita bonaerense y vive acá desde 1997 (año en que creyó que Ucrania era peor que la Argentina, ¡ja!). No es demasiado conversadora ni su castellano-aporteñado es, lo que se dice, fluido -tiene un tonito indefinidamente centroeuropeo que recuerda al de Sigfried, archivillano y CEO de Kaos en la serie Superagente ‘86–. Pero, aun así, Svetlana es bastante querida por sus colegas maquinistas –operadores, o como se llamen– de los otros juegos. Integrada pero a su manera (eso es integrarse) al Parque de la Ciudad y a la ciudad en sí, cruza con los otros empleados saludos y cabezazos con el mismo cariño seco que se profesan los compañeros de oficina, de banco, de taller, o de parque de diversiones. Muchos ponen cara de pícaros cuando se refieren a ella como “Montañas Rusas”. Y al conocerla, salta a la vista que lo significativo del apodo no es la inexactitud geográfica –todos saben que no nació en Rusia sino en la ya mencionada patria de Schevchenko y Chernobyl– sino el plural: que alude al volumen generoso de su busto, dos verdaderos cerros eslavos que alegran, escote mediante, las frías llanuras de Villa Soldati... Aunque nunca tan frías como las llanuras de su Kiev natal.