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Hay tantas formas de militar como militantes. Ralph y Belldong son los seudónimos de militancia de dos chicos de Villa Crespo que este año terminan la secundaria, y que tienen su manera alternativa (¡uy, esa palabra!) de luchar. Rigurosamente, ellos pasan sus sábados y sus domingos en los grandes hipermercados, llenando carritos de las cosas más disímiles, y luego abandonándolos entre las góndolas, repletos de objetos que, al menos ese día, nadie comprará. Una bolsa de tierra, un escobillón, tres kilos de mandarinas, diez atados de rúcula, un rastrillo, dos sandías, un pack familiar de galletitas de salvado, almohadas de oferta, 12 rollos de papel higiénico, una manguera de cinco metros, la biografía de Johan Cruyff –también de oferta–, desodorantes en barra y en aerosol, jabón en polvo, un juego de cubiertos, cinco baldes, miel, calzoncillos para niños, toallitas femeninas, seis ristras de ajos, comida para perros como para empachar a una jauría de gran daneses, bombitas eléctricas de bajo consumo, banquetas plegables, chorizo colorado, longaniza, frasco de guindas en aguardiente, seis kilos de azúcar y unas cuantas cosas más... con una sola regla: “Nada que necesite heladera, porque tampoco da para desperdiciar comida”. “La idea es minar lentamente la eficiencia de los empleados del supermercado, obligándolos a que desperdicien parte de sus horas de trabajo en tareas inútiles como reubicar en las góndolas toda esa mercadería; y que, a la larga, el híper tenga que contratar más gente”, es la curiosa argumentación que provee Ralph. La elección de los fines de semana no es casual, ya que se trata de los días en los que los supermercados reciben mayor cantidad de gente. Y, según dicen, su particular militancia hipermercadifóbica ya ha sumado a más de veinte adherentes en la Ciudad de Buenos Aires. “Si algo divertido sirve para cambiar el mundo, es dos veces divertido”, aporta Belldong, convencidísimo de que algo de sabiduría hay allí.