AGUAS (RE) FUERTES
› Por Javier Aguirre
Buenos Aires ofrece miles de posibilidades, pero la experiencia resulta siempre más o menos similar, conformada por los mismos cuatro momentos: resistencia, fastidio, curiosidad y desagrado. Suelen ser —rigurosamente en ese orden— las sensaciones que atraviesa quien, al caminar, pisa sin querer una indeterminada sustancia pegajosa. El primer estadio, el de la resistencia, propone una vivencia propia de un astronauta que camina en un planeta cuya fuerza de gravedad es mayor a la de nuestra Tierra: algo impide que el pie abandone la baldosa. El asqueroso ruidito —¡chhh... shhrrrrric...!— de la suela al despegarse del pegote que la adhería al suelo inicia la segunda instancia, la del fastidio por no mirar dónde se pisa. Y ahí nomás, el tercer momento; el de la duda, la interrogación tan temida: ¿qué pisé? ¿Chicle, brea, pintura, helado, plasticola, vómito? Nos convertimos en científicos y, de un vistazo y sin microscopio, pretendemos identificar la composición química del pegote artero. La cuarta y última etapa es la del desagrado, en la que somos todo asco: cuando se pisa algo pegajoso, el balance es necesariamente malo (la moda veraniega de usar ojotas en la ciudad complica las cosas; lo sabe cualquiera que descubre inciertos restos pringosos en dedos, callos y talones). Pero la experiencia no sólo es lamentable para el distraído/gil que pisa el pegote, según confiesan, a corazón abierto, dos repositoras de supermercado. Porque a ellas les toca limpiar el pegote del suelo —ya sea cotesco, jumbesco, carrefouresco, plazaveaesco, disquesco, ekino, norteño o diurno—, y no sólo el manchón pringoso original sino también las huellas del distraído/gil que pisó y distribuyó la sustancia viscosa, de modo aleatorio, por el laberinto de góndolas. Ellas no dudan en sindicar al “frasco de mermelada reventado” como la “peor pesadilla”. Para colmo, cuanto más tiempo permanece la sustancia pegajosa en el suelo, después es más difícil limpiarla; y en los supermercados, los clientes volcadores suelen huir del lugar del derrame viscoso sin hacer la denuncia. ¿Por qué? Lo de siempre: nadie quiere quedar pegado.
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