Jue 15.02.2007
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AGUAS (RE) FUERTES

Guarda

› Por Cristian Vitale

Difícilmente haya un trayecto ferroturístico más complicado. Entre el lado norte de Chapadmalal y la estación de Mar del Plata, desde Miramar, el tren marcha a paso de hombre. Dos hombres de azul con banderitas rojas arriesgan la vida colgados en la máquina tracción-diesel. Cada vez que aparece una calle, tienen que bajar, ir hasta la potencial encrucijada fatal, y hacer señas desesperadas para que el tren no se lleve puesto un auto. “Son trece cruces y no hay ninguna barrera”, dice el guarda de marrón. El trayecto mide diez kilómetros y dura casi una hora. Tedioso. Ocho le pueden sacar un ojo a cualquiera. Estropearle el descanso si va, ahorrarle en suicidio si viene. El paisaje, que hasta la entrada a Mar del Plata, consta de vacas, caballos, girasoles, árboles, sembrado, campos yermos y comarcas encantadas, se transforma en el lado oscuro de La Feliz. La infeliz. Casillas de cartón húmedo, de madera vieja y carcomida. Ranchos que uno supone infectos, llenos de bichos y enfermedades, y gente a borbotones que eyecta de las casitas. Ancianos sin dientes, mujeres embarazadas, niños deformes y descalzos salen a ver el tren como si fuera un acontecimiento sublime, único, estelar. Detrás, a medio camino, se ven las luces del estadio —ese que los militares usaron como campo de concentración futbolera en el ‘78— y parece un cuento fantástico que a unas 30 cuadras haya medio país veraneando, gastando plata, bañándose en playas o dorándose al sol. “Estas villas hace 15 años no estaban. Esto es producto del turco hijo de puta. Mirá esa gente cómo sufre, ¿qué se le puede pedir?”, vocifera un miramarense endémico. Y se agazapa porque viene un ladrillazo. El 80 por ciento de esos ojos anónimos que observan el tren, como todos los días a las seis de la tarde, saludan. Asoman sus rostros flacos, angulosos, tristes, moribundos, asombrados, ansiosos por descubrir el adentro. ¿Cómo será la gente que veranea? El resto —adolescentes en mayoría— se alista como malón bravío, y arroja piedras. Adentro, todos bajan la ventanita antisol y se limitan a oír el ruido del impacto entre el vidrio y el proyectil. Hay uno que se olvida y un adoquín —sobra de un obrador parado— destruye el vidrio. Violentísimo. Un niño alcanza a esquivar las esquirlas. Y llora. En la escalerilla entre vagón y vagón —el sector fumador— va un muchacho alto, parecido al Pocho Lepratti, el ángel de la bicicleta. Va parado durante todo el trazado y mira fijo a la gente. Sonríe a los que saludan y a los que tiran piedras. No le teme ni al que parece el líder de la intifada inorgánica: vincha azul, remera rota, y una gomera enorme en la mano izquierda. El “Pocho” lo mira fijo, a los ojos. El gesto, penetrante y encantador, transmite algo poderoso. El bravo afloja la mandíbula, relaja la mirada y deja caer la gomera al suelo. Lo saluda, le tira un beso y agita su mano hasta que ambas figuras se hacen chiquitas y desaparecen. El resto del tren ignora el conmovedor detalle... se limita a maldecir.

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