AGUAS (RE) FUERTES
› Por Javier Aguirre
La inundación no perdona y llega hasta el horizonte (hasta los cuatro horizontes: adelante, atrás, para ese lado, para el otro). El agua tapa todos los puntos de referencia del campo, vuelve irreconocible el paisaje. Y no sólo para los giles porteños sino también para nuestro duro guía baqueano, que después de mirar para todos lados, ponerse en puntitas de pie sobre su caballo tratando de ver más lejos, admite, sin que su cara denote el menor gesto de papelón, que se perdió y, por tanto, que nos perdimos. Después de un bueeeen rato de chapotear a caballo en silencio —agradeciendo la natural ausencia de tigres de Bengala, hipopótamos y mandriles en el campo argentino— llegamos hasta una tranquera que aparentemente devuelve la orientación a nuestro extraviado guía baqueano. Baja del caballo (el agua, ahora, apenas le supera las rodillas), y avisa que va a “pedirle permiso al poblador” para pasar por su terreno. Es una maniobra preventiva, nos explica, para evitar que “los perros del poblador” corroboren cuán buenos guardianes son sobre nuestras carnes magras de Buenos Aires. Y se va, mitad del cuerpo bajo el agua amarronada, mitad del cuerpo entre el pastizal amarronado. Pasa otro bueeeen rato; ahora sí, desesperante, por varias razones: el guía baqueano no aparece. El poblador tampoco. La llovizna hace que —despacito, despacito, despacito...— suba el agua y ya tape media tranquera. Empieza a oscurecer. Los caballos ya no nos respetan demasiado, o bien se hincharon las pelotas de tantas horas en el agua. Se escuchan ladridos a lo (no tan) lejos. Por fin, justo antes de alucinar con la luz mala o —mucho peor— con los perros malos, aparece el guía baqueano acompañado por un tipo canoso de botas gigantes. El poblador, evidentemente. Abre la tranquera, y nos invita a pasar para cruzar su campo no tan inundado y retomar el camino al campamento. Desde el suelo, me tiende la mano hasta la altura del caballo. “Sandoval”, se presenta. “Aguirre”, devuelvo. Hay apellidos ideales para ciertos momentos; y en ése, agradecí no llamarme Francescoli, McCartney o Seinfeld.
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