› Por Facundo Di Genova
A todos los pabellones, como en casi todo el mundo, se accede por un único pasillo central. Para llegar a los pabellones E y F hay que pasar 6 rejas distintas y dos puertas blindadas. Al contrario de lo que se cree, en el interior de ninguna cárcel hay guardias con armas de fuego. Sólo la seguridad externa del penal las tiene. Y si ven que alguien se escapa, las usan. Una decena de guardias y funcionarios guían al NO hasta la entrada del F, adonde está por comenzar la asamblea de los viernes. Entramos. Las rejas se cierran. El pabellón es triangular. Hay 44 celdas individuales de 2 por 3 metros a ambos lados y en dos niveles y un amplio patio con mesas de concreto en el medio, mucha luz ingresa por el techo y hacia el final, flanqueadas por un poster de San Jorge y otro de la Virgen María, unas ventanitas dicen que el día está despejado. El pabellón parece una Iglesia.
Cada uno de los 39 pibes presos de entre 18 y 21 años, que acá se denominan residentes, estrecha la mano. Se sienten energías diversas. Caras aniñadas, rostros duros, miradas que lo dicen todo. El pelo prolijo, pantalón y zapatillas deportivas, camisetas de fútbol, los antebrazos tatuados con aguja de coser y tinta china. Se sientan en círculo y esperan que Guillermo Schefer, alias Willy, ex capellán devenido en psicólogo social, dé la orden para comenzar con la lectura de la “filosofía”, que se oye como un rezo y que dice cosas como “no hay refugio adonde escondernos de nosotros mismos”.
Hay una retórica espiritualista, no podría decirse que religiosa. El disciplinamiento no es por la fuerza sino autoimpuesto, es una cuestión de fe, una creencia posible. Es un trabajo de aprendizaje diario, una especie de autogobierno dentro de un gobierno aún más amplio –el penitenciario– que se asume como legítimo.
Los nuevos se convierten en ahijados de los más antiguos, y más tarde serán padrinos, y así. Hay beneficios: vivir en un ambiente cuya “arquitectura de seguridad” no es tan opresiva. Y que las visitas puedan conocer ese lugar, y ver que están bien, y el beneficio de las salidas transitorias por 24 o 48 horas, terminar la escuela...
La alternativa es ésa. O seguir en uno de los pabellones A, B, C o D de máxima seguridad, adonde se alojan un centenar de internos, donde también se estudia y se trabaja, pero en el marco de un clásico régimen carcelario como la ley manda, es decir, sin hacinamiento, pero como un presidio puro y duro: celdas individuales de dos por tres metros con una ventanita y un pasillo de dos metros de ancho. Y nada más. Aunque modernos, estos pabellones son oscuros y opresivos, y su ordenamiento espacial no tiene nada que ver con el E y el F, de “pre-admisión” y “admisión”. Si el F es el último estadio antes de ingresar a la U26, de régimen más “abierto”, el pabellón E es como una especie de “purgatorio”: se evalúa si el interno puede convertirse en un residente capaz de aceptar las “Normas Cardinales” del pabellón F: “1) No violencia. 2) No al alcohol. 3) No a las drogas. 4) No al sexo entre iguales”, y otras 28 normas de convivencia.
Gobernarse y ser gobernado. Pensar antes que actuar. Esa es la premisa. No siempre funciona. “Nunca nadie me ayudó en la vida y ahora me vas a ayudar vos”, es la reacción. En la cultura carcelaria no está “bien visto” negociar con la autoridad. En la cultura penitenciaria no está “bien visto” negociar con un preso. Lo peor que puede pasar es el retorno a los pabellones de “máxima” para terminar la condena, o cumplir los 21 para pasar a un pabellón de “mayores” en otra prisión federal. Y entonces todo es distinto. Aunque es estar preso lo mismo. Y que sea lo que Dios quiera.
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