Estoy a diez metros de los Rolling Stones y están tocando Miss you, así que me convenzo por un rato de que sí, de que me extrañaban tal como hacía un rato me había dicho Mick. Porque me hablaba a mí, por supuesto. Seguro que sentimos lo mismo cada uno de los 65 mil que estábamos ahí cuando nos dijo que lucíamos “igual” que en 1998, cuando nos habíamos visto las caras por última vez. Los Stones están tan cerca que hasta podría empujar un poco a esos que tengo adelante e intentar tirar mi remera a ese pequeño escenario móvil. Imaginate si Jagger la agarra con cara de enojado durante Rough justice y la tira de vuelta a la multitud. Si pasa eso me olvido de que hice dos horas de cola y de que al final tuve que filtrarme por una valla para poder entrar.

Además... ¡qué me importa que el escenario montado contra la Centenario no sea la mole impresionante con la que dieron vueltas por Estados Unidos! No extraño los muñecos inflables ni la cobra. Extrañaba, eso sí, la sensación de vivir un momento musical único. Si tocaran con una bombita de 40 watts, capaz que me gustarían más. Porque la pantalla impresionante me distrae: siento que me invitaron a ver un dvd en la cancha de River y pierdo la dimensión de que Keith está ahí nomás cuando hace su arsenal de gestos amistosos y agradece con la frase “One love”. El viejo Charlie está entero; le dio batalla al cáncer y ganó... ¡Aguante! Y Ronnie pela un par de solos en slide como para que los críticos, esa raza detestable, no puedan hablar del Rock Viagra cuando mencionan a los Stones. Mick hace de Mick y por eso lo queremos: si hasta parece que hubiera mandado al sastre la camiseta de la Selección, entallada en los hombros, con el largo justo como para que se le vea el ombligo al levantar los brazos. Los Stones son señores grandes, pero podemos soñar que tienen vientipico y que ahí está el espíritu de Brian Jones cuando hacen Paint it, black. A mi lado, un abuelo llora como si el corazón se le estrujara y es probable que eso mismo esté pasándole. ¿Cómo no va a emocionarse si él los seguía en una época en la que no había mp3 sino vinilos... y que encima eran difíciles de conseguir?

Cuando el miniescenario vuelve a ser parte de la nave madre somos varios los que vamos para atrás, para buscar un poco de aire en la noche agobiante. Hay varios pitufos, con la cara pintada por cortesía de un carro hidrante. Menos mal que me colé antes, pienso. Y de repente... ¿qué pasó, pusieron 40 Licks? Los hits caen como trompadas rotundas, de ésas en las que el brazo hace un recorrido corto y veloz. Entonces una rolinga sacude el flequillo a caballito de un pibe: sólo tiene puesto un corpiño ¡con los colores argentinos!, porque se bajó la parte superior del enterito. Mirá si se iba a olvidar del uniforme... Entonces caigo en la cuenta de que tal vez sea la última vez que veamos a estos cuatro señores millonarios que, sin embargo, encarnan como nadie a la rebeldía rockera en la mente de miles de personas. Si es así, la despedida ha sido inigualable, con el mejor concierto que dieron en Buenos Aires. Pero con estos tipos inoxidables nunca se sabe. ¿Quién podría haber imaginado que todavía podían hacer un disco como A bigger bang? Entonces, mejor saltar una vez más, corear el riff inmortal de Satisfaction y decirles: “Hasta luego, vamos a estar esperándolos”.