LOS ROLLING Y LA ESQUIZOFRENIA
Imaginate que son tus abuelos: ¿pasarías una noche entera haciendo la cola para conseguir una entrada para verlos?, ¿le gritarías a las cámaras de televisión “aguantemiabueloooooo”?, ¿te pondrías una remera con una foto de tu grandpa sacando la lengua afuera? Bueno, 65 mil personas lo hicieron el martes y otras tantas lo harán hoy. Sin embargo, un discurso esquizofrénico surge del público que ha militado a sus majestades británicas: el que ha logrado juntar la tarima del aguante, con los excesos del showbusiness. Porque si alguna vez los Rolling Stones fueron el ápice de la contracultura en una sociedad demasiado conservadora (como era la británica de los ‘60), hoy son tal vez una millonaria ilusión de sus anteriores proclamas. El problema es que cuando suenan los primeros acordes uno se olvida de todo y encuentra que la megalomanía da lugar a un puñado de músicos de garaje. Básicos y desgarradores. La maquinaria es perfecta: una banda que sigue haciendo muy buenos discos décadas después de sus inicios, que representa todo lo que alguna vez fueron valuartes intocables del rocanrol (fiestas descontroladas, grandes giras, excesos e hijos de Jagger repartidos por el mundo, drogas de todos los sabores), han logrado digerir lo mejor que tenían, para seguir manteniendo lo que ya tienen. “Tienen plata y cobran caro... ¡y qué!”, se escuchó.
Porque si deciden juntarse para la foto con un jefe de Estado, apenas sonríen y no preguntan demasiado. Mick Jagger casi nunca se preocupó por el planeta, ¿para qué? Lo suyo fue romper estereotipos para crear otros, desestructurar sus entornos para inventar sus estructuras (una que mueve millones); tal vez es el mejor ejemplo de que el rocanrol nunca tuvo todo aquello que lo hizo estallar en los ‘60. O, a lo mejor, el rocanrol no era más que eso: niños desbocados, que parecían portarse mal.
Ni el estigma de la voz cantante. Ni la visión epopéyica de Bob Dylan, ni la búsqueda gandhiana de John Lennon. Lo único que Mick quería –como Elvis– era coger, y coger mucho con las más lindas modelos de la Tierra. Aunque, claro, coger mucho en los ‘60 (coger y decir que uno lo hacía) era también un acto revulsivo, que ponía a los puritanos de pies a cabeza. Los niños malos crecieron, aprendieron a impostar sus niñerías (¿o será el ciclo de la vida, cuando los viejos se comportan como chicos?), se mantuvieron flacos y esbeltos, continuaron haciendo canciones –es que la química sigue funcionando–, alimentaron el mito: pedidos extravagantes, lujuria de transporte (limousinas, helicópteros, pasarelas rojas) y uno deja de hablar sobre su música, para hablar de lo que generan: chorros de tinta sobre su estirpe.
Una cosa es imposible de separar de la otra: los Rolling Stones son marca registrada del inconformismo conformista. Una lengua afuera era impúdica en los ‘70; ahora son apenas una cuántas remeras. Este conservador declarado, Jagger encontró la fórmula de la juventud eterna, y sería autodestructivo pensar que algún día podrán envejecer: no conviene que nada cambie, el status quo c’est moi y los países endeudados no tienen nada que ver con nosotros. Si la música funciona como banda de sonido de los tiempos, si las respuestas de Bob Dylan flotaban en el viento de los ‘60, y los Rolling fueron la rebeldía de una sociedad que se relataba como parte de algo más grande, que entendía (o malentendía) que un mundo nuevo estaba a la vuelta de casa, habría que preguntarse por qué, a pesar de que el grupo sigue siendo inoxidable, esta banda de sonido de esta época promueve la rebelión mediática del millonario, algo buenísimo para vender celulares.
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