LA TRIBU DE LA RENGA
Una generación que fue víctima del neoliberalismo y carga con la experiencia de las batallas perdidas.
› Por Mario Yannoulas
El universo La Renga es muy grande y muy pequeño a la vez, y parece tan fácil de desentrañar que al fin y al cabo resulta imposible. Tendría que imaginarse un mundo aparte. Un tiempo aparte. Un no tiempo, quizá. Casi como los ricoteros (si no son los mismos), sus seguidores han formado una coraza. En el ocaso de los ‘90, en este mismo suplemento, Fernando D’Addario describió a los protagonistas del trip ricotero como “pibes no future”. Los rengueros de hoy, herederos de esa tradición –¿pasional?, ¿heroica?, ¿border?, ¿lumpen?, ¿cabeza?–, son una generación posterior. Si aquéllos eran víctimas del neoliberalismo y la venta mayorista de un país en el que no tenían lugar, éstos lo son aún más, pero cargan con la experiencia de las batallas perdidas. Están aún más refugiados en su propio gueto, más incomunicados, más solos. Víctimas, también, de la sociedad del espectáculo digital.
Los micros que desde el mediodía atraviesan la Avenida 9 de Julio son el reflejo unitario de lo que había estado ocurriendo en otras provincias: Salta, Misiones, Mendoza, Santa Cruz, por citar algunas. A medida que los micros entran en La Plata, las puertas se van cerrando. Los vecinos miran silenciosos detrás de sus rejas. Los policías abarrotan las puertas de los comercios que hay que proteger. “No hay más sillas... igual ya cerramos, eh”, dice apenas pasadas las cuatro el encargado de una YPF sobre la Avenida 32, en el epicentro de la vorágine previa al concierto. Los comercios cierran: más vale sacrificar lucro que perder “seguridad”.
La oferta y demanda de mercancías se reduce a unos pocos productos, los necesarios para sostener la noche. Puestos callejeros de fernet, decenas de carros de chori y hamburguesas, tolderías express que expenden remeras y banderas, oportunistas vendedores de impermeables contra la lluvia, alguna que otra estación de servicio que no cierra y colapsa. “Treinta la remera con la fecha y cinco la pitada”, se anima uno por ahí, sin rostro. No hay mejor situación para mapearlos que un clima espantoso como el del sábado en La Plata. El frío gana por insistencia, con la gran ayuda de la lluvia que parece no inmutarse. Llantas y toppers con barro hasta el mango, bolsas de residuos que adoptan formas humanas para hacer de piloto, carpas truncas, techos descuidados.
Hay una nueva camada de rengueros: están ahí, confundidos entre la multitud, tienen esas mismas rutinas corporales, los ojos brillosos, parecen niños forzados a crecer. Cuando caiga el último grano en el reloj de arena y lo vean al Chizzo con su guitarra, o la melena del Tete, o la gorra de Tanque, los encontrarán cantando.
Entre el piberío afectado por la estética barrial se distinguen las camperas de los motoqueros. En la espalda de uno de ellos se lee “El Malón”. Se trata de Julio Righi, de Garín, presidente de la asociación y medio amigo de Chizzo, otro loco por las dos ruedas, a quien conoció en un encuentro de motos. “Cuando lo conocí, la idea no era hablar de La Renga sino de motos; le comenté que estaba organizando un festival para unos comedores y él vino de muy buena onda. Desde ese momento me gusta todo lo que hace y los voy a ver siempre: San Pedro, Córdoba, y ahora me vine con mi hijo acá a La Plata”, suelta.
Su compañero Luis Villarruel recuerda cómo se arrimó al trío: “Llegué escuchando las letras, que son moteras, hablan de rutas y del Che Guevara. En realidad, el primer tema que escuché fue Pis y caca (Adónde me lleva la vida, 1994) sin saber cómo se llamaba el grupo. Lo agarré en la radio una madrugada y lo grabé en casete. Un tiempo después empecé a escuchar los temas más populares, y ahora creo que sintetizan lo mejor de las bandas nacionales viejas. Y no los vi sólo en sus recitales, también en varios encuentros de motos: como hacía Pappo, por ahí alguien les presta una guitarra y se ponen a tocar”.
A las nueve, la situación se pone tensa. Muchos tratan de entrar rápido y forcejean con los de chaleco fosforescente. Las filas son cada vez más largas, los licores hacen ebullición, se conforma un ambiente de agite caldeado. “A la hora del recital todo se descontrola, vamos a ver si nos podemos mandar ahí”, adelantaba Walter Repiso, cordobés. Mientras corren a dos que pudieron pasar sin ticket, otros quince aprovechan la pasada e ingresan al estadio. La policía entra en acción, y pasa lo que todo el mundo sabe: represión indiscriminada.
Adentro, esos hombrecitos que bajan desde las populares hasta el campo corriendo, en muletas, embarrados, mojados, cansados, parecen simios agitando los brazos. A las diez las luces se apagan y sus almas se encienden, al menos por dos horas y media. Todo vale si vuelven a cerrar con Hablando de la libertad. Lo único que queda es hablar de eso y volver a casa. A la realidad más dura y duradera.
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