Jueves, 4 de noviembre de 2010 | Hoy
MILITANCIA EN LA ROSADA
Por Juan Ignacio Provéndola
Kirchner tendió varios canales hacia la juventud. Para eso, era un ortodoxo: seguía apostando a la militancia de base como creación de cuadros y ésa era su referencia etaria. En 1987 los Fabulosos Cadillacs marcaban una tendencia cantándo “yo no me sentaría en tu mesa” a un diputado alfonsinista y, 13 años después, ambos bandos compartían el convite en una reconciliación histórica. Su mérito radicó en haber hecho entrar al rock a la Casa Rosada, a través del ciclo “Música en el Salón Blanco”. Charly García, Spinetta, Fito Páez, León Gieco y Litto Nebbia (amigo íntimo del por entonces jefe de gabinete, Alberto Fernández) tuvieron su show ante particulares y miembros de las altas esferas del poder presidencial. Podríamos decir que desfiló gran parte de la plana mayor de aquello que la Mega llama rock nacional.
En otros tiempos, hubiese sido una gran tapa para la revista Pelo. NK pareció más interesado por establecer una reivindicación generacional de una cultura nac&pop de época (Spinetta, Charly, Kirchner –los tres flacos–, fueron jóvenes simultáneamente) que utilizaron al rock como un motivo de fidelización juvenil.
En aquel 2003 inaugural, la encuesta del NO revelaba inesperadas adhesiones de la crew rockera al kirchnerismo. Miguel Mateos valoraba la “utopía setentista de Kirchner”, los Súper Ratones aprobaban la renovación de la Corte Suprema y Walas, de Massacre, lo explicaba como “un fenómeno de la naturaleza: un pingüino que hace temblar a los gorilas”. A diferencia de los anteriores intentos (Cámpora tuvo su propio festival en 1973), esta vez la convocatoria no fue para animar actos proselitistas o legitimar guerras imposibles, sino para tocar en un salón de la Casa Rosada.
La contracara fue Cromañón. Para Kirchner, fueron días turbulentos en tiempos donde apenas llevaba año y medio de gobierno y se le venía encima una elección legislativa con olor a primer plebiscito de gestión. Sobrellevó la situación con un costo político residual (aunque tal vez allí resignó su presencia en Capital), al punto que nadie revisa en sus semblanzas urgentes que fue, justamente, el presidente de ese país trágico y conmovido con el evento. Para el rock, en cambio, Cromañón tuvo efectos devastadores. Artística, económica y emocionalmente, compone un momento crítico que se conjuga en un triste presente: Cemento como tal fue demolido en enero y, junto a él, se fue una concepción acerca del rock como producto cultural. Para los rockeros que no cuentan con méritos atávicos ni las anchas espaldas de los productores de la música, hacerse lugar bajo las nuevas condiciones resulta una tarea quijotesca. Cromañón fue la clara muestra de un Estado errante. Pero del caos y la nada misma surgen intentos con los esmeros más diversos. En julio, ingresó en el Senado un proyecto que motiva la creación del Instituto Nacional de la Música, propuesta establecida por gran parte de la comunidad artística argentina en la Ley Nacional de la Música. La bancada oficialista lo acompaña en pleno. La ley tal vez signifique la reconciliación transgeneracional definitiva entre el Estado y el rock, una tarea que comenzó alentadora y que queda por terminar.
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