SOBRE EMINEM Y LAS ESTRELLAS POP EN EL CINE
La pregunta irrelevante
Viendo 8 Mile se me ocurrió pensar en Furyo, de Nagisa Oshima, un clásico perverso de los ‘80. Vi al ario Eminem en el contexto chocolatado de los suburbios de Detroit y me vino a la cabeza la imagen de David Bowie -protagonista del film de Oshima– rodeado de oscuros japoneses en un campo de prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial. Dos pop stars trasplantados al celuloide, sí, pero sobre todo dos pop stars que salen más o menos indemnes, incluso con una razonable altivez, del mismo desafío que de Elvis Presley hasta la fecha no hace más que cobrarse víctimas ilustres (Mick Jagger, Madonna, Sting, Mariah Carey, Charly García...). En más de un sentido, 8 Mile narra con la retórica del deporte lo que Furyo narra con la de la seducción: cómo un hombre blanco se vuelve irresistible para la tribu de no blancos que estaba a punto de comérselo crudo. Después de sufrir un típico calvario de blanco empobrecido, como Rocky –que es el verdadero modelo del rapero que interpreta Eminem–, B-Rabbit se sale con la suya y gana; martirizado, torturado y enterrado vivo por sus verdugos japoneses, el mayor Celliers (Bowie) termina deslumbrando –en el sentido más erótico de la palabra– al militar que se supone debería ajusticiarlo (un Ryuichi Sakamoto a punto de estallar). Lo que triunfa, en los dos casos, es el poder de la rubiez. Además de tener una madre (¡Kim Basinger!) y una hermana enceguecedoramente rubias, B-Rabbit gana la batalla final del torneo de rap (su pasaporte a la discográfica, la fama y el dinero) vomitando consignas autoafirmativas como “Sí, soy white trash” o “Sí, vivo con mi mamá” o “Sí, tuve miedo y me trabé”. Una estrategia típicamente negra, por otra parte: redirigir contra los otros los dardos despectivos con que los otros lo hostigan. Inhumado hasta el cuello, el mayor Celliers hechiza a Sakamoto con el mismo signo occidental que le aseguró un lugar en el campo de prisioneros: el brillo de Medusa de su cabellera, suerte de fetiche rubio que el japonés tijeretea en trance y roba en plena noche.
El film de Oshima (extraordinario) y el de Curtis Hanson (otro manual de autoayuda para alfeñiques de 44 kilos que quieren tenerlo todo) sugieren que hay dos caminos posibles para que una estrella de la música pop pase al cine sin hacer papelones. Uno (el de Oshima) es conceptual: no se trata de buscar-al-actor-que-se-esconde-tras-el-mito sino de usar el mito –la imagen pura, el poder de fascinación de la pop star–, instalarlo en el corazón de la ficción y mostrar lo que pasa con los que se exponen a sus radiaciones. Eso es Furyo. El otro camino (el de Hanson, pero también el de John Avildsen, que pasa del pesimismo crítico de Joe al optimismo norteamericanista de Rocky y Karate Kid) consiste en reducir a cero el factor de ficción del personaje y hacer del film una biografía (muy poco) enmascarada. Eminem no hace de B-Rabbit: es B-Rabbit, o más bien lo fue, porque el film reconstruye la vida de Eminem antes de ser Eminem. Con ese protocolo autorreferencial ve la película el 70 por ciento del público que la ve, compuesto por menores de 25 años. (Es el mismo camino que siguió Susan Seidelman en Buscando desesperadamente a Susan, debut y despedida de Madonna en el campo de las interpretaciones elogiables.) Eminem está bien porque no despega, porque se atiene con escrúpulo al único guión que le garantiza cierta seguridad: el libreto de su personalidad pop. (De ahí la irrelevancia de la pregunta: ¿Eminem puede actuar?) Es reconcentrado y explosivo, duro pero sensible: un post-adolescente de clase media baja que oscila todo el tiempo entre la confianza en sí mismo y la paranoia. Pero sobre todo es el emblema –cultural y político– de las nuevas comunidades que crea este mundo post-progresista: mayorías venidas a menos, mayorías minorizadas, ex mayorías que ahora, puestas a resistir o a abrirse paso, no vacilan en usar las armas que usaron contra ellas las minorías que hoy –al menos en el rap– son mayoría.
Nota madre
Subnotas