EXTRACTOS DE PIñA
Por las mañanas, Carroll se miraba al espejo y lo único que encontraba era su reflejo horrorizado mirándolo fijamente. Fruncía el ceño y tensaba la cara con escepticismo, sin creer lo que veía. Se daba palmaditas en la papada y se la pellizcaba un poquito, tirando de ella con desdén entre resoplidos. Con los dedos se peinaba el pelo, que ya no crecía como antes. En lo que parecía un suspiro había cumplido treinta y ocho, era un solitario de aspecto desaliñado y estaba hambriento.
Tras varios años de éxito moderado, Carroll se empezaba a decepcionar con los papeles que le asignaban. Antes solía interpretar al hermano pequeño más guapo, o incluso al hijo único guapo, y ahora le asignaban el de mejor amigo pesado, o el de tío inconformista.
Hijo de puta, ¿qué mierda me pasa? Era monísima. Y Piña era un desastre de película; entonces, ¿por qué no iba a ser sincera y decirlo? Era dura de ver. Fue el resultado de un director retrasado mental del todo que iba por ahí mostrando su arrogancia sobre la evolución de los personajes (...) La habría llevado a casa y le habría contado todo sobre la industria del cine y lo hijos de puta que son los agentes, y cómo los directores de casting juzgan los libros por las cubiertas y los directores son obstinados y destrozan guiones que tienen un verdadero potencial. Eso hizo Jeff Koehler con el de Piña, un guión en el que cualquier actor en su sano juicio habría dado un riñón por participar. Una vergüenza. Maldito sea ese Jeff Koehler y malditas sean sus decisiones tercas sobre la evolución de los personajes. Y perdóname, director brillante, por hacer observaciones relacionadas con el subtexto del personaje que yo interpreto.
Así es que salió hacia Amoeba Records para reavivar su historia de amor con la música, una historia de amor que se aletargó cuando aún era un niño. Hacia los siete años, Carroll decidió abandonar sus clases de guitarra para centrarse en afinar sus dotes interpretativas. Se frotó las manos al recorrer hileras y más hileras de álbumes: cada uno implicaba una pérdida potencial de dos kilos y medio. ¿Por dónde empiezo?, pensó. Definitivamente voy a hacer algo de tono muscular. Necesito comprar al menos un álbum de heavy metal. Tampoco muy heavy, no quiero que los que estén al lado en la bicicleta elíptica noten que mis auriculares emanan rock en exceso y se asusten al pensar que están entrenando al lado de un asesino en serie. Quizás alguna recopilación de Lo mejor del Heavy Metal, así al menos habrá posibilidades de que reconozcan las canciones y me asocien con algo mínimamente familiar.
¿Me puedes firmar un autógrafo?, dijo el hombre cuando le estaba dando la mano a Carroll, sin aspecto de haber escuchado lo que Carroll le había dicho. Le miró del modo en que alguien mira un televisor. Ahí estaba, observándolo, con la boca entreabierta y una sonrisa que trataba de asomarle a la cara.
–Sí, no hay problema. ¿Tienes un boli o algo?
Carroll miró a su alrededor para ver si estaban generando atención. Nadie parecía reparar en ellos. Se mordió el labio inferior y buscó en su interior algo ingenioso que escribir. “Rex, no apartes la mirada del camino y ama a tu prójimo. Sólo se vive una vez. Carroll Silver.”
–¡Guau, tío! ¡Muchísimas gracias, mi novia lo va a flipar!
–Estupendo, Rex. Que te vaya bien.
–¿Te apellidas Silver de verdad?
–No.
–Ya, me lo figuraba. Me han dicho que muchos actores se cambian el nombre por uno que suene más guay.
–Yo no me cambié el mío para que sonase más guay.
–¿Cuál es tu apellido de verdad?
–Lo siento, Rex, pero quiero que sepas que no me he cambiado el apellido.
Carroll se había cambiado el apellido para que sonase más guay. Su verdadero apellido era Hawbacker.
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