› Por Brian Majlin
El tipo mira sin mayor atención, como cumpliendo un rol que ha sido prefigurado por el destino o por las películas de Hollywood en las que la mafia actúa siempre de la misma forma. Seguro aprendió los gestos y los modos así, viendo películas dobladas al español. Por su seguridad, pero sobre todo por la del que se enfrenta a él, nadie se pregunta jamás su nombre. Basta con saber que provee sustancias ilegales a bajo costo.
El tipo le dice a un asistente –nunca se dirige al comprador– que brinde un cigarro de prueba. Un anzuelo. “Oye –se prende el asistente–, si quieres te puedo ofrecer marihuana, coca o lo que quieras.”
El otro responde que sólo tiene veinte dólares, tímido, atildado por el humo de la marihuana quemándose a su lado y el tabaco negro que sale de un puro a medio encender. “Pues ten esto”, le dice y le aprieta el puño como indicando a la vez la cantidad y el disimulo con que debe llevarse a cabo el intercambio. El comprador entrega el dinero, recoge sus pertrechos y se marcha. El tipo no le devuelve el saludo. Ya no. Se queda en un sillón de cuero de vaca –que aquí son bien flacas–, sacudiendo el vaso de whisky para que el tintineo de los hielos simule el sonido que tiene la escena de una película, fumando impoluto.
Cerca del comprador que comparte la anécdota, el NO hunde los dedos en la arena tibia. El cielo diáfano se refleja en el mar cobrizo por el sol. Y allá va el de la compra ilegal, con algo en el bolsillo, saludando con un leve gesto de mentón a los guardias de seguridad, los policías costeros y los salvavidas. Tal vez todos sepan lo que lleva, porque todos sonríen y devuelven el gesto. Primera lección de la vida en un All Inclusive de Punta Cana: el Caribe se caracteriza por la convivencia y connivencia armónica entre el jolgorio de sus playas que simulan un paraíso en plena tierra y la corrupción endémica.
Punta Cana, la joya exótica de República Dominicana, ya no es una niña inocente. En el diluvio universal de dólares que fueron los años ‘90, millones de argentinos viajaron a este recóndito paraje que alberga, en su interior, el paraíso y el infierno. Hoy, a mediados del futuro en pleno 2013, las playas dominicanas se han hecho famosas para europeos, yanquis y pudientes sudamericanos, que pueblan sus costas en busca de excesos contenidos. De desbandes enjaulados.
El alcohol liberado, el alimento liberado, y el acceso a drogas y sexo tibiamente restringido por el obstáculo del dólar. El All Inclusive incluye todo lo legal y facilita todo lo prohibido. Y allí va, como corderos alienados, una jauría de jóvenes que, desganados por viajar con sus padres, recobran las ganas en las mesadas de la barra libre o en las discotecas prefabricadas. Se estima que hay unas treinta mil habitaciones en estas jaulas de lujuria que se dicen hoteles. Y mientras los turistas gozan del alcohol, que les afloja las inhibiciones y las billeteras, los empleados locales hacen hazañas –que incluye el consumo de sustancias tan ilegales como asequibles– para complacerlos. A veces están hasta 72 horas despiertos.
Dominicana se independizó tres veces y se dependizó tres más. Primero echaron a España, en 1821, luego a Haití 20 años después y, por última vez y ya en pleno siglo XX, a Estados Unidos. Por fin, son independientes pendientes del turista: reciben cuatro millones y medio al año de ellos.
El precio del goce es alto. Acceder al paraíso, en el que la distancia entre lo legal y lo ilegal se hace a pie y por la orilla atlántica, cuesta un monto que ronda los 2000 a 4000 dólares, 10 a 20 mil pesos por persona a dólar tarjeta, según cuánto tiempo uno se quede. En promedio, la estadía dura ocho días y reporta al país al menos unos mil dólares por turista. Es alimento para el PBI, que llega a 56 mil millones de dólares anuales.
Pero República Dominicana ostenta un PBI por persona de unos... 5600 dólares anuales. El paraíso tiene su otra cara, su lado B, su fin de juego aún peor: el PBI per cápita engaña porque el salario promedio es de 240 dólares al mes. Y los gestores de la diversión del turista, los garantes del orden del desconche, trabajan tantas horas seguidas como sus físicos resistan. Y cuando no pueden más, se van a dormir y a planchar sus trajes a la villa más cercana.
Eso enseña Rosmary, una mesera que lleva el traje siempre planchado y los braquets relucientes. No ha de tener más de 20 años. La mayor parte de sus compañeros tiene la misma edad. Se encargan de atender y seducir a los jóvenes –aunque a veces no tan jóvenes– que se pliegan al festejo terrenal. Todos ellos seducen, quizás imbuidos de revancha por el libertinaje que les es vedado, o por encontrar en ese juego sexual un sentido a sus rutinas.
La Altagracia, provincia que cobija a Punta Cana en el costado este del país, tiene una superficie diez veces menor a la provincia de Buenos Aires, sólo 180 mil habitantes y casi todos los complejos hoteleros del país. El aeropuerto internacional, a una hora de allí, fue construido hace poco más de 20 años por un grupo empresario para desarrollar el turismo. Lo lograron.
La mayor parte de los trabajadores son de Verón, un poblado cercano construido por una empresa local hace 80 años. Otros son de Santo Domingo, a 300 kilómetros. Esos no van casi nunca a sus casas: los francos son de dos días por quincena.
Los turistas tampoco salen del complejo. Hay paseos más culturales hasta Higuey, la capital provincial, pero pocos se animan a recorrer callecitas arenosas con temperaturas que nunca descienden. Hay complejos hoteleros que incluso han simulado pobladíos para evitar que los huéspedes se molesten. El extremo del placer artificial: andar en el pueblo que no es pueblo para comprar artesanías a falsos artesanos. Lo único autóctono a lo que se accede en los All Inclusive de Punta Cana es la Mamajuana, una bebida licorosa, a base de aguardiente, hierbas y madera, que es metáfora de la vida local: cuando se acaba la botella, los pedazos de madera largan el licor que han absorbido y permiten a los humildes poseedores tomar unos tragos más cuando no hay cómo costear otra botella.
Punta Cana nunca duerme. Aunque hay horarios para comer, los jóvenes siempre están ahí, latiendo en busca de la joda. Lo asegura un pos adolescente argentino, Maxi, antes de irse: “Yo vine acá con mis viejos y es un bajón, pero aprovecho para comer y chupar todo lo que puedo”. De mañana es uno de los cientos de zombies que llenan el estómago para hacer base para el próximo trago. Después del almuerzo toma sus primeras medidas. Por la noche está en su salsa.
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