FAN › UN DRAMATURGO ELIGE SU PELíCULA FAVORITA: PABLO IGLESIAS Y ROCKY, DE JOHN G. AVILDSEN
› Por Pablo Iglesias
Yo no sé si Rocky es considerada una gran película en el mundo de los cinéfilos; sí entiendo que contiene algún que otro gesto medio épico, ciertos lugares comunes y actuaciones algo berretongas. Lo que también sé es que es un clásico. Por más que no sea un film de gran factura como la saga de El Padrino, por ejemplo, es un clásico y los clásicos no se discuten. Y Rocky, además, es un clásico que me marcó.
A Rocky I la vi en el autocine de Villa Gesell, dentro del auto de mis padres, con ellos y mi hermano. Ese verano yo gustaba de una chica de la que ahora no recuerdo su nombre, ni su cara siquiera, pero me gustaba mucho, y esa sensación sí la recuerdo. En la playa se jugaba al voley, los niños lo hacíamos generalmente por las mañanas, cuando los grandes no usaban la cancha. Yo no era un gran deportista, pero tampoco un tronco. Era lo suficientemente estándar como para no destacarme, y menos en los deportes que se jugaban con las manos (ni hablar de trompadas). Ella no jugaba, pero siempre se sentaba al lado del poste de la red a mirar todos los partidos y yo, por supuesto, no quería jugar, no quería hacer papelones ni pasar desapercibido frente a sus ojos, y tampoco me quería sentar a mirar cómo jugaban los demás. Me sentía verdaderamente angustiado a tal punto que un día decidí que no quería ir más a la playa hasta que finalizaran las vacaciones.
Pero esa misma noche vi Rocky I en el autocine. En el autocine todo era distinto. Tenías el parlante colgado de la ventanilla del auto y, a pesar del parabrisas o el coche de adelante y los de los costados, sentías que estabas ahí, en la película, no viéndola. Ahí. Por la historia o por el escenario, no sé, pero todo era mejor en el autocine, más vívido. La batalla final –porque aquello era una batalla– la vimos de pie con mi hermano, parapetados al lado del auto, cabeceando cerca de la puerta para no perdernos los diálogos, a pesar de que era con subtítulos. Nuestros padres, hartos de aguantarnos saltar, gritar y revolear trompadas al aire, nos habían dado permiso para bajar. Cuando terminó la película, sentí que había entendido un montón de cosas. Esa misma noche había entendido tantas cosas que la ansiedad casi no me dejó dormir.
Al día siguiente en la playa, mientras los demás chicos jugaban el dichoso partido, comencé a subir y bajar repetidas veces, y a toda velocidad, un médano cercano (había médanos para ese entonces, sí). No había Apollos Creed, ni párpados cortados, ni reses que golpear, pero ahí estaba yo tarareando “El ojo de tigre”, leitmotiv que me había quedado en la oreja, zumbando como una mosca. Ahí estaba yo meta: “¡Chan, chan, chan!”. Intentando no morderme la lengua en cada trepada. Y claro, al lado del poste de la red de la cancha de voley estaba ella, que se acercó sonriendo y me preguntó qué era lo que hacía. Hiperventilado por el esfuerzo y la vergüenza, le contesté “nada”, y comencé a hacer chistes tontos, inspirado en Balboa pretendiendo conquistar a Adrian en la tienda de mascotas, y ella me los festejaba.
El último día de la quincena amaneció ventoso, el típico viento gesellino, insoportable, desconsiderado, más flagelador que Apollo Creed. A pesar de ello supliqué tanto que logré que mis padres me llevaran a la playa, esperanzado en verla una vez más.
Estaba refugiada dentro de la carpa con su familia, le revoloteé todo lo que pude haciendo acrobacias y jugando de manos con mi hermano, pero ella no acusaba recibo. Me fui al médano, me senté entrecerrando los ojos para que no me entrase arena, soportando los latigazos del viento y entonces sí, al rato se acercó. Hablamos alguna cosa que no recuerdo, y al final le dije que me iba esa tarde y le pregunté si éramos novios; me dijo que sí, amagó con darme un beso, pero me fui corriendo y nunca más la vi.
Ese verano entendí un montón de cosas. Entre ellas, que Rocky, más allá de las derrotas o las victorias sobre el ring, era una historia de amor.
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