FAN › UN ACTOR, DIRECTOR Y CANTANTE ELIGE SU ESCENA DE PELíCULA FAVORITA: DENNIS SMITH Y CAMA ADENTRO, DE JORGE GAGGERO
› Por Dennis Smith
Me llama mucho la atención cómo una imagen, aparentemente irrelevante, puede quedársenos en la cabeza por años, inolvidable, en comparación con otras, de supuesta importancia, que pasan a mejor vida con una facilidad envidiable.
Mi mamá estaba durmiendo la siesta. Hacía calor. No eran épocas de aires acondicionados. La recuerdo vívidamente. Durmiendo bajo el calor abrasador de Castelar una siesta de verano. Las cortinas de su habitación eran color ámbar. La vi a mi mamá, durmiendo, la pata estirada, la boca abierta. Y vi a miles de madres argentinas, que bajo el sonido hipnótico de un ventilador y un calor insoportable, encuentran en ese momento de siesta, quizá, el único escape a una vida que parece no tenerlo. Es una imagen sin importancia pero me acompaña hasta el día de hoy con una fuerza que aún me sorprende. ¿Por qué?... No sé del todo. Pienso.
En 2001 volví de viaje. El país estaba al borde del colapso. Yo mucho no me enteraba. Tenía 19 años. Estaba tratando de ver para dónde ir. Venía de vivir un año en Inglaterra, tras mi sueño de convertirme en una especie de Spice Girl varón... no sé bien. El eterno delirio cambiario de nuestra querida patria me hacía un joven de bolsillos holgados, verdaderamente. Entonces no trabajaba, vivía en lo de mis padres y con mis libras que al cambio resultaban beneficiosas, me pagaba mis clases. Había tomado la decisión de sólo dedicarme a estudiar lo que me gustase. Era joven y no aspiraba a un título universitario. Mis días no estaban muy llenos de actividad, digamos, porque las clases eran dos o tres, y de dos o tres horas cada una. Así que calculando rapidito, digamos, de una semana de 168 horas, yo ocupaba 56 en dormir, 8 en acicalarme, 14 en comer, 6 en viajar y 9 en tomar clases. Síntesis: 93 horas empleadas, 75 en absoluto desuso, digamos que disponía por día, de unas 10 horas en desuso promedio. Fueron momentos raros, duros, de despertarse y no saber muy bien para qué. Pensé mucho en mi mamá, entonces. En qué razones encontraría ella para despertarse. La casa de Castelar era hermosa, pero estaba casi siempre vacía, y en las calles no pasan coches. No hay mucho para hacer. De los cinco hermanos que somos, sólo yo vivía con mis padres. Veinte años dedicados a nosotros, a sobrellevar una vida medianamente normal en medio pasando por una dictadura, un exilio, una hiperinflación, un menemato y un “fin de fiesta delarruista”. Y ahora, nada. La imagen de mi mamá y su ventilador de techo moviendo sin sentido el aire viciado me volvía una y otra vez. Pasan los años. 2005. Entro al ya desaparecido cine Tita Merello. Daban Cama adentro. Me interesaba verla, por Norma Aleandro y porque era una producción, al menos, extraña (la producía el gobierno de San Luis, algo no muy usual, al menos, por esa época). La historia de una señora de clase media alta porteña caída en desgracias económicas. El statu quo, su vínculo con la mucama, pero sobre todas las cosas, la vulnerabilidad absoluta de cierta generación de mujeres que han vivido sin poder desarrollar capacidades mínimas de supervivencia, víctimas, sin duda, de un sistema patriarcal que no entiende de retribuciones una vez que se ha caído fuera de su radio de beneficencia. La película, extraordinaria y teñida de un color ámbar por culpa de unas cortinas idénticas a las de mi madre, avanza (o mejor dicho se hunde) con su protagonista, en un derrotero doloroso, en una especie de laberinto sin salida: por más que intenta, Norma no se encuentra, no puede avanzar, sólo paredones. Promediando el asunto, llega una escena que recuerdo con especial amor, casi con el mismo que recuerdo a mi madre bajo su ventilador y a mí mismo en mis jóvenes 19 años: Norma Aleandro, flamante vendedora de unos fangos cosméticos, no tiene más remedio que canjearlos por comida, en un tenedor libre chino. Se ve que los chinos no consideraban muy valiosos sus productos, porque lo único que liga es un plato de brotes de soja, una especie de chiste retorcido. La cámara la toma de frente. Norma mira el plato. Se mueven, casi en una danza divina, el plano y la actriz. Norma levanta la cara. La cámara baja un poco. Y cuando se encuentra de frente, a Norma se le cae una lágrima a la misma velocidad que la cámara baja. Y yo en esa lágrima, pienso. Y yo, que no lloro nunca, lloro sin parar, estremecido. Y lloro y lloro y me ahogo y toso y el Tita Merello está vacío así que esto queda entre Norma y yo. Me dan ganas de decirle que la quiero, que va a estar todo bien. Y veo ahí el fin de un laberinto: la pared. La veo a mi mamá. Y veo ahí a toda una generación de mujeres que no encuentran la salida: llegan a cierto momento en que la jugada les cambia de repente y no tienen herramientas para enfrentarse a un mundo que se alejó y las quiere dejar afuera.
A raíz de esa imagen, la de mi mamá durmiendo bajo el ventilador en una tarde amarilla de mucho calor, escribí toda una película. Se llamó El ayuno y en algún lugar fue un homenaje a todas las mujeres de mi vida que tanto amor han dado y la vida les quiere jugar una mala pasada y dejarlas afuera.
Les deseo a todas ellas, con el mayor de los amores, que encuentren la forma de hacerle fuck you al mundo y sigan durmiendo sus siestas con fe.
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