Dom 07.08.2016
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FAN › UNA ARTISTA ELIGE SU OBRA FAVORITA: VALERIA MAGGI Y NADIE OLVIDA NADA DE GUILLERMO KUITCA

UN OBJETO COMO TESORO

› Por Valeria Maggi

Soy alguien que nació en una ciudad cubierta de una niebla gris de zafras azucareras, como un paisaje zombie. Dormir, es sin duda, la mas cercana de todas las referencias que tiene la muerte: ese momento inevitable que sucede cada noche al ver mi cama.

Me bajaba del colectivo con una mochila y una bolsa de súper en la mano y caminaba, por la calle Monteagudo en dirección a la casa de tres pisos y terraza que alquilábamos junto a tres amigos en Villa 9 de Julio, un barrio periférico de Tucumán. Caminaba y saludaba a los pibes de Atlético que estaban sentados tomando cerveza en unos troncos que había en la vereda. Cruzando la vía y a pocas cuadras de casa, estaban casi siempre estacionados dos o tres autos que unos adolescentes día a día desarmaban con amoladoras y todo tipo de llaves tubo hasta convertirlos en chatarra, subirlos a un carro tirado a caballo y llevarlos a la chatarreria que quedaba justo frente a nuestra casa, ocupando toda una manzana. Desde nuestra terraza se podían ver, como en una vista de planta, varias montañas de metal, y de fondo, las montañas de San Javier.

Teníamos una vida desordenada pero igual éramos productivos. La casa estaba completamente revestida en machimbre oscuro y brillante. Tomábamos cerveza, fumábamos porro, leíamos libros que estaban de moda y cocinábamos mucha comida árabe. Queríamos que pase algo todo el tiempo pero sin salir de la casa. Yo pintaba, uno de los chicos trabajaba en el taller de carpintería que había instalado en la terraza y los otros escribían guiones de cine, pero a veces, yo trabajaba en carpintería, el carpintero escribía guiones y los cineastas pintaban. Yo tenía 24 años. Mi taller se desarrollaba entre la cocina living comedor y el piso de mi habitación donde solo había una cama de dos plazas, el único objeto propio que llevé a esa casa. La actividad bajaba a las 3 de la tarde y la pintura dejaba de ser una performance para convertirse en preguntas. De cómo una noche de esas vino a mi mente una pintura de Guillermo Kuitca, no tengo idea, pero Nadie olvida nada, una pequeña pintura hecha en acrílico sobre cartón, seguro tenía mucho que ver con mi vida y con la relación que yo quería tener con la pintura. Una obra podía realizarse con acciones mínimas y materiales que estaban a mi alcance: hojas A4, pinceles de librería escolar, acrílicos de cualquier color, y además hacerse en tiempos prudenciales, como el desarrollo de un tema en una conversación. Esa obra de Kuitca contiene todos esos gestos e intenciones en su estadío matérico, y se convirtieron en direcciones fundantes para mi pintura.

Una cama con la colcha semi abierta insinúa la intimidad de una persona que se acaba de retirar o que está por llegar. Pero esa intimidad del ausente se expone en un contexto que no la contiene. Una cama aparentemente mal trazada por la visión de alguien que no puede leer la realidad de forma objetiva. La intimidad que sugiere la cama desaparece en su propio contorno. El fondo amarillo no sugiere ningún espacio que la contenga y el fuerte contraste con el respaldo negro genera un pasaje de la intimidad a cierta intensidad pulsional. Como si la intimidad expuesta se convirtiera en una pulsión donde el sujeto desaparece por vergüenza.

La ley anarcopunk de la casa exigía a las imágenes que algo en ellas se rompa, es por eso que los recuerdos me trajeron a esa pintura, como una fuerte ola de un dulce mar que trae hasta sus orillas un objeto, que uno toma como tesoro. Aunque memorice el cuadro a conciencia, todo se mezcló: la pintura, la cama, los recuerdos, la muerte, la cama.

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