FAN › FAN > UNA ESCRITORA ELIGE SU ESCENA DE PELíCULA FAVORITA
Liliana Bodoc y La Strada
Por Liliana Bodoc
Es razonable, es casi un asunto indefectible que aquel que vio La Strada quiera volver a hacerlo periódicamente por el resto de su vida.
La reponían en el Selectro, la sala que fue por años la Meca del cine arte en Mendoza.
Yo tenía veinticuatro años y un hijo de cinco al que arrastré conmigo, domingo por la tarde, a ver esa maravilla felliniana. Maravilla para los que teníamos vivido lo nuestro, pero no para un niño que ni siquiera tuvo como aliciente la promesa de un helado a la salida. Sencillamente lo senté en la butaca contigua y, como si tuviese al lado un tipo de barba ideológica, miopía de Obras Completas y entrecejo comprometido con el cambio, me sumergí en la película.
De inmediato quedé atrapada por esa historia diminuta y universal, volví a decidir que no estaba perdido mi entrañable sueño de la trashumancia circense.
Estaba, igual que el resto de los espectadores, con el alma pendiente de un hilo. Mi hijo, en cambio, por completo desinteresado por la estética del neorrealismo italiano y de las sinrazones del amor esclavo, encontró algo que hacer en una cabeza ajena. Mejor sería decir que encontró algo que deshacer: el rodete escultural que ajustaba la cabeza de la señora que estaba sentada en una butaca justo frente a él. Tan grande debió haber sido mi concentración que, por un rato, no advertí que mi hijo de cinco años no estaba parado, quietito y silencioso porque sí nomás... Tan abundante y rígido debió ser el rodete, que la señora no sintió ni el roce de las manitos dañinas que le desarmaban, horquilla a horquilla, su peinado. Dicho sea de paso, y no por justificar el incidente, aquel no era un estilo apropiado para un cine de “trinchera”.
Pero volvamos al asunto.
Por mucho que Zampanò y Gelsomina me tuviesen cautivada, no pude menos que reaccionar cuando una buena parte del cabello de enfrente cayó en cascada sobre el respaldo de cuero marrón. ¿Qué hiciste?, fue la pregunta muda y desesperada que le hice a mi hijo. Y lo volví a su asiento.
La canción de Gelsomina inundaba el mundo.
Entonces fue cuando la señora llevó, instintivamente, su mano hacia atrás y descubrió que tenía el rodete desarmado. Vi el movimiento desesperado de sus dedos, y palidecí en la penumbra lechosa del cine en blanco y negro.
El vehículo de Zampanò se acercaba a los primeros planos más despacio que mi desgracia. El rostro de la señora giró hacia nosotros, mientras la carita de Gelsomina traqueteaba con las piedras del camino. La causa de la caída del rodete fue obvia. O acaso la hizo obvia mi balbuceo. Zampanò saludó a su juglaresca manera y la damnificada, que se tomó muy mal el percance, empezó a sermonearnos en una especie de susurro gritado. Tenía razón, le dije. Tenía toda la razón del mundo, y le pedí sinceras disculpas..., mil disculpas. Pero las disculpas no pagaban la peluquería. Pero yo podía darle el dinero. Pero no se trataba del dinero sino del hecho. En eso también tenía razón, admití. Justo entonces empezaron a llegar los chistidos de la intelectualidad mendocina. No es la criatura la que tiene la culpa sino vos, me dijo.
La señora de ex rodete continuaba ofuscada. Y aunque volvió a darnos la espalda, siguió murmurándole a su acompañante: Que no se podía creer. Que a quién se le podía ocurrir llevar a un niño a ver semejante película.
La verdad... ¡Aquella señora estaba en lo cierto!
Tomé la mano de mi hijo. Pero esta vez no fue para reprenderlo, sino para no sentirme tan sola en la vergüenza.
En la escena final lloré como lo había hecho las tres o cuatro veces que, para ese entonces, había visto La Strada. En esta oportunidad fue un llanto de despedida porque supe que ya no podría volver a verla nunca más. Mi aprendizaje maternal estaba logrado. Sin embargo, ni aún hoy tengo ganas de recordar, junto a la película de mis amores, el papelón del Selectro.
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