FAN › UN ESCRITOR ELIGE SU PELíCULA FAVORITA: JOSé MARíA MARCOS Y LA OSCURA NOCHE DEL ESPANTAPáJAROS
› Por José María Marcos
Cuando repaso mi infancia siempre están ahí como algo novedoso, vigente, escenas de muchas películas de suspenso, terror, ciencia ficción y territorios afines, que se mezclan con mis lecturas, con los días y las noches en Uribelarrea, mi pueblo, en un montaje que sólo puede estar unificado por la niebla del pasado. Todo es como una extensa y profunda cantera donde suelo regresar a la hora de comenzar a escribir una historia. Porque muchos de los dramas me dejaron una marca, una enseñanza, que guardo de alguna manera arbitraria.
De pronto, igual que se me presentan Vincent Price, Christopher Lee o Narciso Ibáñez Menta como tíos lejanos, puedo recordar las andanzas del hombre de dos cabezas: un pobre negro, vestido de jardinero, a quien le implantan la testa de un cruel asesino. Tiene una fuerza brutal y es buenazo, pero con el otro se transforma en un monstruo. Una imagen: la cabeza del criminal, sobre una mesa, conectada a unos circuitos eléctricos. Mientras veía eso un sábado a la tarde, me imaginaba abandonado en una habitación, sin siquiera poder moverme, y me dije: “Mejor no ser un asesino sádico, porque el castigo será la soledad”. Otro hito fue Tiburón 3 en cine. Se anunciaba 3D y salí bastante impresionado: sentía que el tiburón había traspasado la pantalla. (Por favor, no me obliguen a verla de nuevo. Me alcanza con el goce de evocarla.)
De aquellos días destaco especialmente La oscura noche del espantapájaros (1981), de Frank De Felitta. Aunque cualquiera podría criticar su factura técnica, tal vez lo interesante sea poder “ver” sus aciertos. Este poderoso telefilm cuenta la manera en que un joven con retraso mental, acusado del ataque a una niña, es ultimado por un grupo de pueblerinos. Buba defendió a Marilyn de un perro feroz, pero aparece con ella desvanecida, en brazos, ensangrentado, y nadie cree en su inocencia. Huye, asustado, y no tiene mejor idea que disfrazarse de espantapájaros. Los vecinos, comandados por el cartero Charles Durning, lo encuentran a plena luz del día, en medio de un campo. El sol está en lo alto en un cielo sin nubes, las praderas son verdes y amplias, nada malo puede suceder. Así nos enseñaron. Lo malo pasa de noche. Pero... Buba está temblando y oculta su rostro detrás de una bolsa de arpillera. Ruega que no lo descubran, pero lo vemos. Sus ojos, en un primerísimo plano, claman piedad. Durning levanta el arma, duda un segundo y luego dispara. Los demás hombres lo imitan y cometen el homicidio. Ellos ignoran que la niña recobró la conciencia y contó que Buba la salvó. Los criminales son llevados ante un tribunal, pero el juez los declara inocentes. Buenos vecinos al fin, explican que Buba los quiso atacar con una horquilla y sólo dispararon en defensa propia. Todos saben que mienten. Sin embargo, la vida de los Buba no vale nada como para andar complicando las cosas. “Quedarán libres, pero en el mundo hay otra justicia”, dice la madre de la víctima y deseamos que sea verdad. No estamos al tanto todavía, pero el espantapájaros volverá. Lo que sigue es un relato alucinado donde se mezclan el progresivo acorralamiento de los asesinos con una certeza de Marilyn: Buba está jugando a las escondidas y cuando se canse regresará para seguir divirtiéndose junto con ella. Atraviesa el film la inasible certeza de que la hipocresía jamás podrá liberar a estos hombres de su culpa, aun cuando cuenten con la complicidad de la amable luz del sol. La noche sabe esperar y pronto se encargará de recordarles lo que han hecho.
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