FAN › UNA ARTISTA ELIGE SU OBRA FAVORITA: LETICIA OBEID Y COSAS, DE RUBéN SANTANTONíN
› Por Leticia Obeid
Una obra que siempre me fascinó, y lo sigue haciendo, es ese conjunto que Rubén Santantonín llamó Cosas. Se trató de una serie de bultos hechos de vendas, pedazos de papel, cartón, yeso y pintura, cubriendo una estructura de alambre. Estas cosas empezaron a emerger de la pintura plana, primero como protuberancias y luego se convirtieron en bultos que colgaban del techo. El artista las presentó por primera vez en 1961. No ha sobrevivido más que una pieza original que pertenece actualmente al Museo de Bellas Artes de La Plata, algunos registros fotográficos y unas reconstrucciones que hizo Oscar Bony en 1998, actualmente en posesión del Malba. Su autor las quemó a todas en una inmensa fogata en el año 1965, enojado por la falta de comprensión que mostró el medio artístico de ese momento. Periférico, tardío, no llegó al arte como “joven promesa”, ni tenía el glamour de las estrellas del medio artístico de su época, pero lo que dejó antes de morir, en 1969, tiene una chispa intensa e inteligente.
Si situamos la obra en su contexto de producción, en plena década del ’60, no podemos negar su alto nivel de radicalidad. Estos bultos eran inclasificables, invendibles, enigmáticos y casi repulsivos. Pretendían ir a contrapelo de la mímesis. En sus propias palabras: “El arte-cosa (...) intenta denodadamente que el hombre no contemple más las cosas, que se sienta inmerso en ellas con su asombro, su inquietud, su dolor, su pasión. El arte-cosa no busca deslumbrarlo, mejorarlo, engañarlo. Busca por todos los medios tocar esa zona de nadie, de la que cada hombre dispone. (...) hay una zona virgen en el hombre imaginativamente paralizado, poéticamente aletargado. Es, repito, esa zona plena de tedio, esa zona de nadie: de nadie porque es la zona del ego; por eso creo en la ego-complicación existencial como medio de invadir esa zona que, al no ser de nadie, es de todos”.
Pese a que la serie formó parte de salones, premios y muestras varias, nunca se la reivindicó como una imagen icónica de su época, como sí lo fue La Menesunda, obra que hizo en colaboración con Marta Minujín (a quien le tocó todo el crédito mediático por esa obra, por un capricho periodístico, si se quiere). Que hoy pudiera estar en el living de un coleccionista nos habla, sobre todo, de la expansión del mercado del arte, o de cómo toda obra puede ser absorbida por el sistema. Y sin embargo el conjunto tiene, aún hoy, algo irreductible: no se la puede simplificar, miniaturizar, ni volver decorativa.
Realizada en plena época desarrollista en Argentina, en medio de un enorme optimismo económico y cultural, empapada quizá de una fe en el futuro que nunca recuperamos después de la dictadura que nos golpeó en la década siguiente, esa serie de cosas parece haber sabido algo del futuro. Hay algo en esos bultos amañados que hace pensar en la obra posterior de Alberto Heredia, en el aspecto de una herida vendada sin asepsia. Lejos de la precisión industrial, de la belleza geométrica del minimalismo, lejos de ser un homenaje a su época, esos bultos precarios y efímeros quieren ser apenas el receptáculo de las ideas y sensaciones de sus espectadores “mirones”, como les llamaba Santantonín, para definir una forma de relación activa con esas cosas que, a diferencia de un objeto cerrado, están ahí para ser tocadas, miradas, pensadas, interpeladas.
Se trata de un proyecto ambicioso en el que el arte se cruza con la filosofía, o intenta hacer filosofía. Se sabe que Santantonín leía a los existencialistas y en cierta forma dialogaba con las preguntas y afirmaciones de esa corriente por medio de su obra. La desmesura de ese intento me provoca un sentimiento de ternura y regocijo: pienso en un tipo que, desde el culo del mundo, trataba de conversar con las ideas que encontraba en los libros que le llegaban y que pensaba esto como un proyecto colectivo.
Si es cierto que el arte tiene sus momentos proféticos, entonces estas cosas se adelantaron a su época. Que su destino final haya sido pervivir en la copia y el relato, esa materia cambiante y subjetiva por definición, es finalmente la mejor consumación posible para esta obra.
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