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POR PAULA PORRONI
Los pasajes y galerías comerciales sugieren formas de consumo bien diferentes de las del shopping, el mercado o la calle. A veces son las vidrieras las que dan el tono (un modo casi obsoleto de exhibir las mercancías) o los recorridos que se generan en su interior. Otras, los productos y servicios que se ofrecen (que pueden llegar al colmo de la especialización), la música (nunca del todo funcional) o las tibias y subterráneas corrientes de aire.
Sin embargo, lo especial de los pasajes y galerías suele ser la forma en que irrumpen en la ciudad, abriendo “túneles” en el lleno de una manzana o conectando puntos de maneras inesperadas. Sea para probarse un frac, copiar una llave o simplemente cortar camino, vale la pena atravesar el umbral de estos mundos tan extraños como maravillosos.
El pasaje Roverano (concluido en 1918) no es el más conocido ni el más ostentoso de su género. Tampoco el mejor conservado. En cambio, tiene la belleza gastada de los objetos que han sido muy usados o los lugares que alguna vez fueron muy transitados.
Aquí, las huellas del pasado ajetreo están por todas partes: en el hueco formado por los pies en los escalones de mármol o en el dorado opaco de las barandas y picaportes. Los negocios –ubicados a izquierda y derecha y también en el centro, en forma de pequeños cubos o “vagones”– aportan al conjunto un aire de actividad seria y concentrada.
¿Qué se encuentra? Una peluquería-pedicuría donde se cortan el pelo las “antigüedades” del Centro, una cerrajería que lima llaves sin respiro, una librería cuyo logo es un sello gigante llamado “Don Sellín”, una casa de quiniela y un restaurante melancólico, como de última estación. En los altos, oficinas y estudios jurídicos (al parecer de gran renombre); y en el subsuelo, una escalera cubierta de polvo que desemboca mágicamente en la estación Perú.
El Pasaje Roverano comunica Avenida de Mayo al 500 e Hipólito Yrigoyen.
POR P.P.
En las Galerías Jardín (construidas entre 1973 y 1976) todo, de un modo u otro, parece tener algo que ver con el futuro o, mejor, con un futuro imaginado en el pasado. En su interior –un patio abierto desde el que se puede ver el cielo, y no el corredor que uno encuentra en la mayoría de las galerías– lo natural y lo mecánico establecen una extraña relación, como de viejo escenario futurista: ascensores que bajan y suben por tubos transparentes y pesadas escaleras mecánicas que atraviesan el espacio en distintas direcciones conviven con una auténtica jungla de plantas (que aunque son de verdad parecen artificiales): azaleas, helechos, potus y también gigantescas enredaderas que caen en cascada desde los pisos superiores.
Pero a pesar de tal escenario, excepto un tímido sex-shop y unas casas de cuero en la zona más próxima a Florida, la galería consiste casi exclusivamente en negocios de informática, difícilmente hallables en tal número y variedad en otra parte de la ciudad. Parecería haber cientos, o miles, uno al lado del otro, y apenas diferenciables entre sí, especialmente porque todos tienen carteles con extraterrestres cabezones, ciudades intergalácticas pintadas con aerógrafo o distintas versiones de la presentación de The Matrix.
En esta galería nadie realmente viene a mirar vidrieras: su público, en su mayoría oficinistas y adolescentes expertos en computadoras, suele cruzar de un negocio a otro a toda velocidad; aunque bien silenciosos, ya que el viento que sopla en las Galerías Jardín se lleva consigo todas las voces. Mientras en el oscurísimo subsuelo, junto a un local desierto de comidas rápidas y una casa en la que se estampan buzos –“Sea personal” es el slogan–, un tobogán y una hamaca posan eternamente solitarios sobre un rectángulo de césped sintético para la postal post-nuclear.
Se puede acceder a las Galerías Jardín por Florida 537.
POR P. P.
La propuesta de la Galería Quinta Avenida –que con sus monótonos pasillos es mucho más nocturna y espectral que la homónima calle neoyorquina– se basa en la idea de que en la moda todo vuelve, aunque los vendedores de algunos locales parecieran no haberse tomado el trabajo de averiguar exactamente qué es lo que ha vuelto a usarse, y entonces exhiben todo lo que tienen a mano, sin mucho criterio o distinción. O quizá la estrategia sea justamente ésa: ofrecer todo, a la espera de que algo, alguna vez, despierte el interés de alguien.
De modo que no es raro ver que en las vidrieras de los negocios –algunos con nombres tan fantasiosos como “El gato muerto” o “Mme. Natasha”– a los pelados maniquíes les hayan puesto gamulán y sandalias, por ejemplo. Y, en cualquier caso, llegar de compras a esta galería supone revolver entre las pilas de zapatos viejos y desordenados y revisar pacientemente los apretados percheros de los que cuelgan enaguas con puntillas, blusas de seda como para ejecutivas, camperas de cuero, pantalones de ski, maillots esplendorosos con lentejuelas, pieles y demás prendas, hasta dar con el objeto indicado, y a veces lo más indicado puede ser lo más estrafalario, o lo que mejor se ajusta a una fantasía personal.
Por suerte, uno puede tomarse su tiempo para mirar y elegir, ya que los vendedores son muy comprensivos y para nada insistentes, quizá porque ya conocen bien las limitaciones de su negocio. Al punto que muchas veces ni siquiera estén dentro de sus abarrotados locales sino fumando pensativos en las escaleras, o conversando pausadamente en los corredores sobre la actualidad o el clima. Como para demostrar precisamente que aquí el tiempo pasa más lento y que no hay cambio de temporadas.
Quinta Avenida queda en Santa Fe 1270 (y Talcahuano).
POR CECILIA SOSA
Si en la ciudad más moderna siguen latiendo las huellas de la ciudad más antigua y espectral, ¿dónde si no en los subsuelos del más obvio de los túneles citadinos se puede ver coincidir pasado y presente de un modo tan inquietante y hasta pecaminoso?
Por debajo del Obelisco, el misterio de la avenida más larga del mundo se desarma en dos brazos subterráneos apenas indicados por un par de carteles descascarados. Pellegrini-Cerrito/Cerrito-Pellegrini: un pasillo y a sus lados una colección de postales, tan variada e imprevisible como los nichos del tiempo.
Compra y canje de revistas, galería de arte con delivery, la obra entera de Winston Churchill y el proyecto iluminista desperdigado en fascículos sueltos de Ver para saber. Pero como no sólo de espíritu se hizo el mundo, mochilones de alta montaña, un plato de monedas bastante parecidas a las de un peso (a tres pesos cada una), y una peluquería que ofrece el mejor lustrado artesanal al caballero que se digne a trepar a la improbable línea de butacones que parece pender del cielo.
A mitad de camino hacia la luz prometida, una ráfaga de autonciencia: el local 25, “Te acordás hermano”, remata deliciosos afiches de publicidades remotas, instantáneas de alianzas políticas nunca develadas, el equipo de Independiente Campeón 1938, y vinilos de Charles Aznavour, Village People y el Paz Martínez. A no empeñar la vida: a pasos más allá, “La cueva del loco del sahumerio” ofrece ¡125! palitos perfumados a 5 pesos.
Y aquí y allá: su sello de goma “urgente”, la lapicera Parker que siempre soñó con recuperar, un pebete de jamón y queso como ya no se ven, vitorinox que gritan la hora, un norte para su vida a $ 5, el diario del día de su nacimiento y un kit de remera y pantalón térmicos a 25 pesos.
Un túnel en los bordes del tiempo que además lo deja en el subte.
El pasaje Obelisco abre de lunes a viernes de 9.30 a 19.30 y sábados de 10 a 13.
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