SALí
› Por Diego Fischerman
Una antología de Leadbelly, mito del country blues.
En 1933, los musicólogos Alan y John Lomax recorrieron las prisiones del sur estadounidense para recopilar la música que allí se hacía. Las grabaciones, para la Biblioteca del Congreso, buscaban reconstruir eslabones del folklore afroamericano desaparecidos de la música ya para entonces ganada por la industria del entretenimiento. Entre los presos de la cárcel de Louisiana escucharon a uno que los deslumbró. Se llamaba Huddie Ledbetter, había nacido en 1888, fue conocido como Leadbelly y cumplía una condena de treinta años por asesinato. No era la primera. Ya había tenido otra igual, por otro crimen, en 1918 y en Texas, donde se había convertido en una especie de celebridad carcelaria y había actuado, incluso, ante el gobernador del estado, Pat Neff, que resolvió indultarlo en 1925. En 1930 fue arrestado nuevamente y esta vez fueron los Lomax los que consiguieron el perdón del gobernador de Louisiana, O. K. Allen. En 1934 viajó a Nueva York, donde trabajó un tiempo como chofer de John Lomax y realizó grabaciones hoy legendarias para los sellos Melotone, Perfect, Musicraft y para Folkways, de Moe Asch. Pero se hizo realmente famoso, como corresponde, después de su muerte, en 1949, y una de sus canciones, “Irene”, llegó a convertirse en un gran éxito, cantada por Frank Sinatra. La antología publicada por Naxos, con una muy buena restauración sonora y un precio más que tentador ($20), incluye estos registros históricos (de 1935 a 1943), comenzando por el bellísimo y desgarrador “Black Snake Moan”. El poderío y la expresividad de su voz, la flexibilidad de su fraseo y los comentarios de la guitarra construyen un estilo tan personal como irresistible.
Leadbelly. Rock Island Line.
Naxos Folk Legends
Frank Sinatra íntimo, con arreglos de Nelson Riddle.
Las fronteras entre el arte y el entretenimiento, entre lo alto y lo bajo e, incluso, entre distintos géneros como la canción comercial y el jazz, siempre fueron más frágiles en Estados Unidos que en otras partes. Un compositor clásico que, de paso, se había iniciado en Broadway, bien podía elegir estrenar una ópera en un teatro de comedias musicales y, mientras tanto, convertirse en el máximo proveedor involuntario de material para el jazz, como hizo Gershwin, o un músico de jazz, como Duke Ellington, ser considerado como un maestro de la composición a secas. Y, así como Sarah Vaughan o Ella Fitzgerald fueron desde el jazz hasta el gran espectáculo, también las grandes estrellas podían ir y venir desde el jazz. Frank Sinatra nunca fue un cantante de jazz, salvo, tal vez, cuando cantó con Tommy Dorsey y en sus actuaciones junto al grupo de Red Norvo, pero su material fue el mismo que nutrió al jazz y sus arregladores utilizaron al jazz como lengua franca. Más allá de las indudables virtudes de Sinatra como cantante, en particular un timbre de una homogeneidad y un color únicos, fue, posiblemente, el primero en darse cuenta de las posibilidades que le daba el micrófono. Sinatra sabía que, gracias a ese pequeño artefacto, podía hacer lo que Al Jolson jamás habría podido lograr: susurrar para multitudes y generar un clima de intimidad, hasta de confesión, frente a públicos masivos. Esa intimidad fue una de sus marcas de fábrica, sobre todo en discos temáticos donde rondó la soledad y el abandono. En Close To You, de 1956 –uno de los extraordinarios discos grabados a mediados de los cincuenta para Capitol–, puso las cosas claras desde el título y redobló la apuesta con un mínimo grupo de solistas y un cuarteto de cuerdas, el Hollywood String Quartet, que, con magistrales arreglos de Nelson Riddle, registró versiones inigualables de “Close to You”, la hermosa “P. S. I Love You”, “It’s Easy to Remember” y “The End of a Love Affair”, entre otras grandes canciones.
Frank Sinatra. Close to You. Capitol
Roberto Goyeneche deslumbra en sus grabaciones de 1967 y 1968.
Están quienes reivindican, únicamente, sus primeras y escasísimas grabaciones junto a la orquesta de Horacio Salgán. Y es que la perfección técnica, la riqueza del fraseo y la variedad de matices y colores que Roberto Goyeneche pone en juego, por ejemplo, en la grabación de 1957 de “Alma de loca”, no encuentran una comparación fácil. Otros se enrolan en la defensa a ultranza de los últimos años. La voz quebrada, esa suerte de recitado melodramático y esa sensación de que era la propia historia, o sus ruinas, la que allí hablaba. En una época que enalteció las vidas –y las muertes– trágicas, ese Goyeneche final era lo más parecido a sí mismo que podía encontrar en el tango el universo estético del rock. Es posible que Goyeneche haya sido el cantante más completo y durante el tiempo más breve de la historia del tango. Y es posible que ese breve tiempo no sea el mismo para unos y para otros. Pero las grabaciones de 1967 y 1968, junto a la orquesta y el trío de Baffa-Berlingieri, bien pueden servir para zanjar la cuestión. Allí están la afinación y el fraseo de los comienzos, aunque no la transparencia y la delicadeza del timbre. Y allí está, también, la poderosa comunicatividad del final aunque sin las sobreactuaciones y la autoflagelación de la decadencia. Allí están, además, tangos perfectos como “Che bandoneón”, “El último café”, “María”, “Volvió una noche” y “Romance de barrio”. Tangos que se grabaron infinidad de veces pero que encontraron, en estas interpretaciones, su forma más acabada.
Roberto Goyeneche.
Che bandoneón. RCA
El primer disco de Joe Cocker, grabado entre 1968 y 1969: puro soul.
Los jóvenes ingleses de la posguerra amaron el blues. Y amaron, después, el rhythm & blues. Y se hicieron famosos cantando a los viejos maestros. Y conquistaron, como antes el territorio americano, al nuevo y poderoso rock’n roll. Hubo grupos pioneros, entre ellos Los Rolling Stones, que cultivaron las maneras más tradicionales. Y hubo grupos como Traffic, el primer Fleetwood Mac o Cream, que desarrollaron la idea del blues y otras músicas derivadas y las llevaron hacia un grado de virtuosismo hasta ese momento impensable. En ese marco, un cantante que recurría, además de a unas pocas canciones propias, al repertorio acuñado por esos grupos y por autores como Lennon y McCartney o Bob Dylan fue más allá. Fue hasta el mismísimo soul que Ray Charles, Otis Redding, Wilson Pickett y Aretha Franklin habían patentado, hasta esa versión del blues y el rock’n roll tan cercana al gospel y a la iglesia, para encontrar un camino inglés y blanco que, sin embargo, terminó sonando más negro que el de los propios negros. Joe Cocker, oriundo de Sheffield y héroe de la clase trabajadora, no era el único. Long John Baldry –con un grupito que incluía a Elton John y Rod Stewart– había intentado algo similar. Pero el efecto logrado por Cocker en Woodstock, con su versión expresionista de “With a Little Help From My Friends”, fue devastador. El disco en estudio que llevaba como título el de esa canción estaba recién editado. Había también canciones de Dylan –”Just Like a Woman” y “I Shall Be Released”– y de Traffic –”Feeling Alright”–. Y tocaba, además del propio Steve Winwood (organista de Traffic), un joven guitarrista, ex alumno de John McLaughlin, que había arreglado discos de Marianne Faithfull y Donovan, que acababa de separar a los Yardbirds para fundar Led Zeppelin: Jimmy Page.
Joe Cocker. With a Little Help From My Friends. Interscope Records
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