TEATRO
› Por Carolina Prieto
Son de lo mejor de la escena joven. Rondan los 30 años y despliegan en el escenario tal aplomo e ingenio, exentos de toda afectación, que funcionan como imanes. Difícil dejar de mirarlos. Más allá del texto, hay algo del orden de la creación que les es propio: un trabajo con el cuerpo, los gestos, la voz, la movilidad y la presencia escénica. Un arsenal de elementos que, conjugados, los vuelven muy atractivos. Y además de actuar, escriben sus propias obras, adaptan textos, dirigen o bucean en otras disciplinas.
Su doble condición de actor y clown le brinda una espontaneidad y una energía rotundas. En una de las obras más controvertidas del 2006, Salir lastimado, Darío Levin se destacó retratando a su tía y a su padre. Se expuso al punto de revelar zonas de la intimidad familiar sin el menor temor al ridículo, con afecto y desparpajo; mientras que en La Pornografía, el espectáculo inspirado en la obra de Gombrowicz, se instaló en una zona mucho más dramática, hasta misteriosa y sutil. No tenía relación con el teatro hasta que vio una función del Clú del Claun y descartó los planes de ser médico. Empezó entonces a tomar clases de teatro y se acercó más tarde al clown, de la mano de maestros como Raquel Sockolowicz, Cristina Moreira y el francés Alain Gautrec. Pero el suyo no es el típico payaso de nariz roja, por el contrario: luce entre barroco y espectral, casi gótico, con un impresionante traje con aires de barón antiguo, nariz y uñas negras. Es que Neptuno —así se llama el personaje— murió por un amor no correspondido y se lanza, en el Cancionero Negro, a cantar sus penas. En este espectáculo de cámara y de factura impecable (lo acompañan unas velas, pequeños objetos, algunos efectos de brillos y texturas, más dos guitarristas), Levin explora los dobleces del corazón en canciones y sonetos. Su voz estremecedora, su habilidad con el acordeón y su desenfado (¡se tira lances con algún muchacho de la platea!) cautivaron tanto que aterrizará de nuevo en una sala del Abasto. Y en mayo, el actor, que también estudió con Ricardo Bartis y Naira González, estrenará la segunda parte de la trilogía: el Cancionero Rojo, para abordar conflictos ya no sentimentales sino políticos.
A los doce años, la lectura de un artículo sobre la inmortalidad y la memoria le generó tal angustia que salió impulsado a inscribirse en un taller de teatro. Desde ese momento no paró y, veinte años más tarde y con mucho estudio y práctica encima, Pablo Messiez se convirtió en un actor que conjuga solidez, ductilidad y un gran manejo de las sutilezas. Es capaz de encarnar personajes de lo más disímiles: livianos, frenéticos, con pinceladas de humor descabellado o hasta con cierto delirio, pero siempre de manera orgánica y sin impostar ni un gesto. Se formó con Carlos Moreno, Cristina Banegas y Ricardo Bartís; buscó más junto a Juan Carlos Gené y Rubén Szuchmacher, y ya lo dirigieron teatristas jóvenes y consagrados como Leonor Manso, el mismo Szuchmacher y Daniel Veronese. Precisamente en la versión de este último de Tres hermanas, de Chéjov, Pablo descolló entre un elenco de notables. ¿Cómo no preguntarse por ese muchacho espigado que dotó a Natasha, la cuñada de las protagonistas, de una potencia arrasadora y algo desencajada, los pelos al viento y hablando en francés como para simular un nivel que no tiene? Desparpajo, una energía explosiva y mucha creatividad hicieron de esta interpretación uno de los trabajos más asombrosos de la escena local. “El cambio de género que propuso Daniel en Un hombre que se ahoga puede provocar risas en el espectador, pero la intención nunca fue ridiculizar los personajes —comenta Messiez—. En todo caso, atenuamos un rasgo que aparecía en el original: Natasha como la perra que se queda con todo, mientras que las hermanas son las buenas que padecen.” El resultado: una criatura pragmática y muy vital, preocupada por algo tan concreto como la salud de su hijo; un verdadero torbellino que sacude el letargo de los personajes, que sueñan con una mudanza a Moscú y no accionan jamás.
A fines del 2006, brillaron con esta obra en una gira por España y recibieron una invitación para volver. Pero antes, en julio próximo, participarán de un festival en el mismísimo Lincoln Center de Nueva York. Mientras tanto, él ensaya por partida doble: prepara su debut como director con una pieza que escribió a partir de la lectura de Carson McCullers; y se sumerge en una obra de Jean-Luc Lagarce (uno de los popes del teatro francés), que montará en Buenos Aires un director galo.
Imposible sacar los ojos de encima de esta pequeña y bella actriz —un metro cincuenta de altura, ojos grandes— que, no bien pisa el escenario, despliega una contundencia y una vitalidad únicas, como si ése fuera su ámbito natural. Paola Barrientos, 33 años, se mueve como pez en el agua en una zona de intensidad que excluye sabiamente la sobreactuación, y a la que suele imprimir una comicidad desconcertante. Protagonista de la última pieza de Daniel Veronese, Teatro para pájaros, esta chica-dinamita se come la obra a pesar del talentoso elenco que la rodea. Allí es Teresa, una aspirante a dramaturga, verborrágica, ansiosa y acelerada hasta el hartazgo. Fuera de las tablas, Paola es pudorosa, muy reflexiva y a la hora de pensar su notable presencia escénica, dice: “Es una cuestión de energía. Yo soy así, quizá por medir tan poco no me quedó otra. Como si fuera un motor que se enciende. Y también porque actuar supone tanta exposición que si no lo decido absolutamente, me quiero matar de la vergüenza”.
Soñó con ser bailarina, comenzó a tomar clases siendo una niña y en la adolescencia viró hacia el teatro, sin abandonar su interés por el movimiento. Egresó de la Escuela Municipal de Arte Dramático, donde conoció a Marta Serrano y Ciro Zorzoli, sus principales maestros. Y desde entonces, está allí donde se produce lo más interesante del teatro joven. Fue una de las esperpénticas modelos de Mujeres de carnes podrida, de José María Muscari, quien luego la convocó para otras creaciones. En la Fábrica Cultural Impa transmutó en una enamorada en blanco y negro en 3 ex, ese experimento guiado por un proyector de imágenes que devino una de las experiencias más atractivas de la escena local. Y bajo la mirada de Zorzoli, trabajó en Crónicas y en El niño en cuestión. En forma paralela, participó en ciclos televisivos y tiene un personaje en Hechizada, aunque no termina de entender del todo el medio. “Sobre todo la parte técnica —desliza—, muy diferente de lo que sucede en teatro, donde lo que hago es lo que el espectador ve.” ¡Atención! Desde el 22 de marzo en la sala Anfitrión y acompañada por el músico Gabo Ferro, presentará Elijo la soledad, un unipersonal que creó a partir de poemas de la uruguaya Idea Vilariño y de textos de Conrado Geiger. “Traté de zafar del típico espectáculo sobre lo que nos cuesta a las mujeres encontrar un hombre —enfatiza—. Me interesa la dificultad del amor, del encuentro, o al menos mi dificultad.”
Se define como un actor visceral. “Hago lo que me dice el cuerpo”, confiesa Mike Amigorena, 34 años, mendocino, y con suma habilidad para hacer teatro, cine y televisión. En el 2006, lo distinguieron todos: críticos, estudiosos y público. Por su composición del joven oligárquico de El niño argentino, de Kartún, obtuvo el ACE a la Revelación Masculina, el Premio Teatro del Mundo al mejor actor (que otorgan los especialistas del Centro Cultural Rojas de la UBA) y el Premio al Mejor Actor de la Escuela de Espectadores de Buenos Aires, que coordina Jorge Dubatti. Lo cierto es que fue una de las joyas del año. Dotó a ese chico bien, estilizado y de punta en blanco, de una soltura envidiable e intensificó la perversión, la seducción y cierta ternura sugeridas en el texto. A la vez, desplegó con sutileza y sin saturar una variedad de recursos que enriquecían su criatura: extraños sonidos guturales, algo de baile, exquisitos pasajes con guitarra y voz. “Son elementos que tengo desde chico, cuando me pasaba horas jugando solo e iba descubriendo esas posibilidades”, aclara.
Prefiere no inflar el globo y considerar el presente como el resultado de un trabajo que comenzó en el ’92, cuando dejó su ciudad natal para estudiar en Buenos Aires. Fue modelo, cadete y promotor, mientras se formaba con Doria, Fernández y Alejandro Catalán. Más tarde descubrió técnicas como bufón, máscara neutra y clown. Y tal vez esta versatilidad le permitió componer personajes bizarros en televisión, como el hermano marciano de Una familia muy especial, y Rolando, el piloto freak de Sos mi vida. Ahora, mientras se prepara para regresar con el niño al Regina, y espera el estreno de Yo soy sola, film de Tatiana Mereñuk donde interpreta a un novio muy inseguro, participa de las grabaciones de El Capo, una tira de Telefé donde dará vida a un policía infiltrado en el seno de dos familias mafiosas, “en una cuerda distinta, más atenuada, más realista”. Igual hay espacio para su pasión: Ambulancia, una banda de música dedicada a “desfigurar géneros”, que integran otros cinco actores. Pasada la medianoche de los sábados de marzo, en Clásica y Moderna, el sexteto desplegará su propuesta. “Boys don’t Cry” en clave de funk; “Vení Raquel” a lo Spinetta Jade; “Your Love”, de The Outfields, como un valsecito; “Trigal” en ritmo pop... ¡Habrá que escucharlos!
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