VALE DECIR
Fin de curso: la maestra de una escuela de la localidad holandesa de Someren no quiso despedirse de sus alumnitos sin dejarles antes una póstuma tarea. La consigna: construirle su última morada material. Ocurre que la docente, Eri van den Biggelaar, de 40 años, está muriendo de cáncer, y decidió pedirle a la profesora de carpintería del colegio, su amiga, que se encargara de hacerle un ataúd. Su compañera le hizo una contrapropuesta: que se lo hicieran los chicos. Los nenes, acostumbrados a hacer canastas y otros objetos menores y más hogareños, pusieron manos a la obra en un cajón que, desde que comenzó su confección, ocupa el centro de una de las aulas del colegio. “La vida y la muerte van juntas”, dice la maestra, que ya no está en condiciones de seguir dando clase, pero a la que sus alumnitos –de entre 4 y 11 años– visitan en su hogar. “Los chicos lo entendieron perfectamente. No quería ser mórbida, sólo que ellos me ayudaran.” La profesora asegura que a nadie –ni siquiera a los padres, que dieron su consentimiento a todo el asunto– le resultó escabroso el proyecto; pero la anécdota recorrió el mundo y un grupo de terapeutas de la vecina Bélgica están un poco escandalizados. La señorita maestra insiste: hay que hablar de la muerte con los chicos: “Yo les dije que partía hacia un lugar mucho más agradable que este mundo”. Y ahora, chicos, a estudiar.
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