PáGINA 3
Si me mandan al banco
“¿Lo dejamos ahí?”
Neustadt
› Por Juan Sasturain
Ultimamente hubo varios casos y, según ciertos medios gráficos y la tele, ya puede tratarse de eso indefinido que llaman una tendencia. La cosa es que han aparecido varios bebés abandonados o dejados o depositados en cajeros automáticos. Repito, por si acaso: madre, padre o quien fuere que decide el destino de un bebé que no desea criar o conservar, lo deja en una de esas frías, herméticas peceras nocturnas destinadas a la privacidad de las operaciones bancarias, el tráfico de dinero en clave.
¿Cómo es que los bebés han ido a parar ahí? Es un ámbito por lo menos nuevo. Si bien la historia legendaria, de Moisés a Tarzán, abunda en ejemplos de una orfandad natural o inducida que deriva (a veces literalmente y sobre el Nilo) en destinos por lo menos extraordinarios, la realidad de los bebés abandonados ha sido siempre mucho más triste y prosaica. Sobre todo en los casos en que el abandono ha sido improvisado, azaroso, ocasional, sin ámbito ni destinatario predeterminados.
Pero también es posible establecer una mínima secuencia de depositorios -digamos– clásicos. Entre los ámbitos tradicionales, en el principio estuvieron iglesias y conventos. Dejar el bebé “en la puerta del convento”, como bien evoca el tango, suponía que la recepción era segura y los destinatarios, confiables por su piedad y cuidado. Era la opción de una sociedad aún no secularizada, que creía sobre todo en la autoridad moral de los religiosos. Abandonados en o recogidos por la Iglesia depositaria o intermediaria, nuestras versiones de Marcelino –el de “pan y vino”– y la larga compañía de “hijos de la parroquia” eran de algún modo contenidas o digeridas por frailes o monjas.
En una segunda instancia, más moderna, la opción para el bebé –o para el adulto dejador– fueron los hospitales y asilos, ámbitos públicos asistenciales de un Estado laico y protector para el cual –como se jactaba en su mejor momento– “los únicos privilegiados” eran los niños. Esos niños literalmente expósitos (por “expuestos”, exhibidos) podían también tener acogida potencial en instituciones benéficas o de caridad en las que damas ad hoc dedicaban parte de su tiempo, su dinero y sus afanes a recibir lo que otras dejaban.
Pero en este tercer momento, el depositario o la depositaria que busca una vez más lo que supone mejor para ese hijo incontenible, cambia absolutamente el carácter o los términos de la elección. Porque una “institución financiera” es otra (perversa) cosa. ¿Qué se supone que busca allí el abandonador? Pareciera que el cajero –como extensión insomne del banco– promete algo que los otros ya no. Es que los templos hace mucho que están habitualmente cerrados, conventos casi no hay –por lo menos a mano–, y los hospitales y afines son tierra de nadie y coto de caza policial y delictiva. Además, o sobre todo, la caída de la credibilidad de la Iglesia y el borramiento del Estado hacen que el dador desconfíe de lo confesional y lo público, y termine apostando por la iniciativa privada para la publicitada seguridad de su depósito. ¿Seguro? (¿A Seguro no se lo llevó el famoso corralito, inesperado eslabón semántico que de golpe une a bancos y bebés?)
En realidad, sin hilar demasiado fino, en este caso no se le deja el bebé en depósito al banco sino a sus clientes, usuarios del cajero. Es que siempre, en el fondo, se entrega a un destinatario individualizado o de cierto deseable perfil, es decir, se deja “en buenas manos”. Y ahí es donde las cosas han cambiado sintomáticamente. Si en un principio era buena y confiable la entrega a un creyente, a alguien que se define por aquello en lo que cree, y luego a una persona definida sobre todo por lo que hace –en los dos casos se trataba elecciones de vida–, al dejar el bebé en el cajero, el dador opta por darlo a quien está ahí no por lo que pueda creer o ser sino por lo que tiene: una cuenta, un número propio, dinero.
Por eso es doblemente triste un bebé abandonado en un cajero automático: por el hecho en sí y por los valores que connota el lugar, que supura la puta época. El próximo paso de la tendencia será dejarlos depositados en un canal de televisión: así, el abandonante podrá asegurarle a su abandonado al menos unos minutos de pantalla. Ya no será una persona; ni siquiera un bien: será una noticia. Ya llegará. Y disculpen que deje acá. Pido permiso para vomitar.