Dom 04.03.2007
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PáGINA 3

¿Qué tendrá la princesa?

› Por Natali Schejtman

Desde que Britney Spears se sentó en el trono de la escena del teen pop, su presencia contribuyó a redefinir las características del negocio del entretenimiento. Ella estaba programada por empresarios productores desde el dedo gordo del pie hasta la punta de pelo y eso no le traía conflictos, para el odio visceral de rockeros más románticos que, si bien nunca pensaron en dejar de hacer negocio con su música, veían en el consentimiento de Britney una provocación irritante. Porque además, ella no acostumbró a acuchillar con frases picantes que interpelaran al pop, ni a establecer comparaciones insidiosas entre lo suyo y lo anterior. No como la reina Madonna o los Pet Shop Boys. Ella se limitó a ser un producto más –el más masivo, el más perfecto– sin problematizarlo demasiado y vio maquillar su piel y photoshopear su cuerpo hasta dar la imagen de una chica irreal como querían (“pin-up a la vez que chica buena con la que uno más tarde podría casarse”, como escribió Diedrich Diederichsen reflexionando, atinadamente, sobre su feminidad). Obviamente podría haberle salido bien. Casos hay varios, incluso sus ex compañeros del Club de Mickey Mouse Justin Timberlake y Christina Aguilera parecen por ahora mantenerse en sí. Pero para todos, ella siempre fue más que ellos. Desde que apareció que se la quiso ver como una voz generacional: sus ambiciones, su producción, su defensa de la virginidad (emparentada al movimiento de jóvenes conservadores estadounidenses), su falta de romanticismo...

Desde hace unos meses, sin embargo, Britney se encargó de teñirlo todo de oscuro y fue sorprendente: ella, siempre tan WASP y, como mucho una jugadora del porno soft digitado en algún disco, empezaba a emborracharse desenfrenadamente, engordar, vomitarse, salir sin bombacha, alzar mal a su bebé (como Michael J., vaya casualidad), romper autos con paraguas y entrar y salir de rehabilitación. Un derrape estigmatizado que también forma parte del mito blanco norteamericano (el reverso: así derrapan las chicas como ella). ¿Cuál sería entonces la alegoría generacional de este renovado espectáculo de decadencia y de la insatisfacción que evidencia?

Ninguna: ahora no conviene que sea la voz de nadie, a duras penas si responde a ella misma. Y entonces es el tiempo de burlarse de manera desmedida y señalarla como un caso extraordinario de locura. Eso en la voz de conductores de shows televisivos, que se encargan del tema Spears como una nota colorida de una millonaria y pirada que ahora es una bola sin manija.

Siempre que el robot empieza a sacar chispas se respira un aire de disfrute, incluso aunque no sea sorpresivo. Es el “backlash”, el repentino pulgar para abajo que se decreta “en el medio” y que viene acompañado de denigraciones varias, necesarias para remarcar el dramón de la caída en el mundo del espectáculo a gran escala. Britney, una vez más, obedece: era la más modosita y vital cuando todos querían consagrarla; decae, en todo sentido, cuando dicen que ya no sirve.

La afeitada intempestiva fue todavía más. Sean cuales fueran los motivos, la foto que dio al mundo es agresiva, desencajada y brutal. Está mal y no parece que sea “a propósito”.

Mientras, el mundo espera que Britney vuelva con todo o que se suicide a los 25 años o que su bebé se caiga al suelo y quede retardado o paralítico, para que los mismos que ahora festejan cualquier muestra de malestar y autoflagelo de la chica (con algunas excepciones que empezaron una autocrítica reciente), elaboren parábolas sobre las carreras aceleradas, el éxito de una adolescente y la entrega de cuerpo y alma a la industria del entretenimiento.

En principio, ella, rapada, evasiva, decadente y en rehabilitación intermitente, ya nunca va a poder volver a ser lo que era: era un producto de venta libre, y ahora está bajo receta.

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