Dom 14.09.2014
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EL BUSCADOR DE CANCIONES PERFECTAS

MUSICA Durante los años ’90 fue un cantautor pionero y favorito de la crítica: de culto, poeta, un poco extravagante. Pero cuando empezó el nuevo milenio, Adrián Cayetano Paoletti se retiró, se quedó en su casa de Monte Grande –vecina a la del Paz Martínez–, estudió, crió a su hijo y se recibió de abogado. Ahora reparte su tiempo entre casos de violencia familiar y una nueva etapa de actividad musical, que tiene como capítulo más reciente el disco Los mandos no responden, aumentaré la potencia al máximo, donde vuelve a hacer lo que mejor le sale: canciones puramente extrañas.

› Por Micaela Ortelli

Al sur del Gran Buenos Aires, las vías del Roca dividen Monte Grande entre la parte comercial y “el barrio”. De este lado vive Adrián Cayetano Paoletti desde hace 46 años, todos los que tiene. Del otro trabaja hace 25 como empleado judicial, aunque técnicamente, 18 los pasó recorriendo la ciudad en bicicleta, avisando a ambas partes de su respectiva cita en Tribunales. Hace cinco años se mudó al Juzgado de Paz, donde hoy, como abogado, recibe casos de violencia familiar. “Mi trabajo es mi cable a tierra y mis canciones mi cable al cielo”, razona. Sus compañeros de oficina no compran sus discos ni lo van a ver tocar; lo harán, quizá, el día que sea un cantante popular: “Tenés que salir en la radio”, “y a la televisión, ¿cuándo vas a ir?”. De feria invernal, Paoletti se levantó al mediodía, tomó mate en su trono de tronco y vio un capítulo de Los Soprano. Para ir a buscar a su hijo a la clase de skate pasó por los puntos de referencia del barrio: el viejo frigorífico, la peluquería de Pini (donde se cortan los rockeros), la casa del Paz Martínez (un lindo chalet con enredaderas). Nacho, un prodigio de la tabla que también le enseña a él y a la hija de Flavio Cianciarulo, recuerda que habían hablado sólo una vez antes de su actual y jovial amistad de días de semana: “En un recital de Chiquero me codeó y dijo: ‘Es un cover de Violeta Parra...’”.

Según la edad, a Paoletti se lo conoció como frontman de Copiloto Pilato o como solista; en cualquiera de los casos, en casi treinta años de actividad, siempre hubo que buscarlo. Razón de tan extendida permanencia en el under puede ser –además de su música, que es especial– aquel bache de silencio entre 2000 y 2011, a la vez el momento de mayor exposición de sus más contemporáneos, que siguieron cuando él decidió parar (Los Fabulosos y después Vicentico, Babasónicos, El Otro Yo, estos además vecinos de la zona). Por eso puede dar la impresión de que Paoletti se quedó atrás. En realidad se quedó en el barrio, y en esa década se casó, fue padre, estudió abogacía y compró una casa con jardín. “Nunca sentí la necesidad de irme, al contrario. Cuando voy a Capital trato de hacer tiempo para evitar la hora pico a la tarde, pero nunca aguanto. No aguanto tanta gente, los edificios. De noche me da un poco de tristeza, no sé, soy medio pancho, de campo.”

Mientras lo dice mira una foto suya en una revista Ruido, sacada de día a la vuelta de Cemento: él ríe y abre una cerveza con su llavero-destapador. En esa época de tocar todos los fines de semana con Copiloto Pilato, ya era oficial notificador, y al tiempo se buscó un segundo trabajo por la tarde (“yo quería tener mi casa”). Paoletti escribe desde séptimo grado y el bajomundo de la literatura también era el suyo (participó en la primera Bienal de Arte Joven con poesía, historietas y cuentos y sacó mención en la primera), aunque ninguno terminaba de serlo del todo: “En una situación de escritores me decían ‘vos sos rockero, ¿no?’. Y en una de rockeros me decían ‘vos escribís, ¿no?’ Yo me cagaba de risa, me identifico con las dos cosas”. Copiloto Pilato lanzó su único disco en 1992, un LP compartido con la banda El Lado Salvaje llamado La Misma Tierra, que circuló muy poco antes de que los socios del curioso sello se pelearan.

Ahora acaba de cumplir 20 años su primer disco solista, Paciencia, que existe gracias a Fabio, el bajista de Suárez, que lo convenció de gastarse parte de lo que había ahorrado para la casa en editarlo. “Paciencia era algo que me repetía todo el tiempo. Vivía en el fondo de la casa de mis viejos, quería vivir solo”, recuerda Paoletti. Su padre se llamó Cayetano Idolo. Fue el fundador del Colegio de Abogados de la ciudad, dos años presidente del Rotary Club de Esteban Echeverría y otros tantos del Club de Amigos de Monte Grande. Candidato a intendente en el ’83, creador de un Club Gourmet y director de entidades de bien público en la municipalidad. Su foto dando un discurso está pegada entre recortes de revistas de música en su viejo archivero de chapa, donde ahora Paoletti guarda los platos.

Su madre era fonoaudióloga y trabajaba con musicólogas; ellas le enseñaron a tocar el piano, la melódica y la flauta dulce. A los 12 pidió una guitarra y empezó a ponerle música a lo que escribía, primero con la criolla y después con la eléctrica, así hasta crear una obra inmensa. “Hay veces que vienen pibes y me dicen ‘che, Adrián, vos tantos años y seguís tocando’. Traducido sería ‘che, vos tantos años sin pegarla y seguís haciendo música...’ Y sí. Porque yo no hago música para pegarla; hago música porque no lo puedo evitar”, defiende. Prueba de ello fueron las 24 canciones de su segundo disco, En la ruta del árbol en busca de la canción perfecta (quería un título largo a lo Mellon Collie and the Infinite Sadness de los Smashing Pumpkins). Ahí, perdidos en el ’98 (porque a Paoletti siempre hay que buscarlo), hay varios orgullos nacionales que no sonaron todo lo que se merecían. Cuando estalla la emoción se abren las puertas del alma. Cuando estalla la emoción reinan la guerra y la calma, dice “La Llave”, rock envolvente con muchas guitarras y coros etéreos. “Canción de Julio Verne” es volada como una de Flaming Lips. Hay instrumentales y otras donde la letra es todo; son los momentos más poéticos y expuestos de Paoletti, que no tiene una gran voz ni intentó nunca afectarla. En las más sucias de beat y distorsión, su tono grave y sereno es perfecto (probar con “Recompensa” o “No hay mal”, donde a la vez suenan instrumentos de viento y arreglos de cuerdas).

Su siguiente disco fue, al revés, muy corto, porque de todas las bases y arreglos se ocupó él. También –como a todos los otros–, lo financió y difundió a través del departamento de prensa de Cecilia, su sello unipersonal (la abuela le rezaba a la patrona de la música por él). Le puso Soy yo por ahora y cerró la fábrica. “Me saturé de la rutina del rock. También me estaba por casar y quería algo seguro; no quería salir en la tele, ser famoso y a los cinco años tener que salir a buscar laburo. No sé... Entonces pensé: ‘Siendo músico puedo dar clases de guitarra, tener una sala de ensayo o un estudio’. Ni en pedo hago nada de eso. Hacía diez años que trabajaba en Tribunales, sabía que siendo abogado se accedía a cargos más altos y me puse a estudiar. Y me encantó la carrera; el Código Civil está buenísimo, se puede leer, son las reglas de juego de la sociedad, tampoco estudié ingeniería nuclear. Un día iba con Dante bebé colgando y me encontré con el Paz Martínez en la panadería. Me felicitó por el disco y le conté que me había recibido de abogado. ‘Y bueno, si está en los genes...’, dijo. Yo creo que algo debe tener que ver. Mi viejo estaba rechocho cuando me anoté.”

El único registro que hay de Paoletti en esa década son sus aportes a las letras de Fuerza Natural, el quinto disco de Gustavo Cerati, que lo recordaba de la época de Copiloto Pilato. Finalmente, en 2011 –porque en verdad nunca había dejado de escribir y componer–, reapareció con Casa Rodante, donde retoma los teclados y vientos de En la ruta del árbol (ahora se sabe en qué viajaba), y pone letras más cándidas y locas. Una mariposa me besó en la boca, me dijo al oído: “dice un colibrí que estés atento a lo que cuenta el tiempo, hay cosas que pasaron y hay cosas por venir”, canta en la apertura con María Fernanda Aldana. Como en sus otros discos, en Casa Rodante hay canciones que nacieron como poemas y aparecen como tales en la antología Poesía Invisible, editada artesanalmente en 2012. Si la falda de su vestido empujada por el viento rozaba apenas alguna parte de la casa, las paredes cambiaban de color, puede ser uno de los hermosos pasajes que se lean por allí.

Desde que desaparecieron Los Acordes, la última banda con la que trabajó, Paoletti toca con Nahuel Seranian y Martín Lázaro, también de sangre montegrandina; ellos lo acompañan en la flamante etapa de Los mandos no responden, aumentaré la potencia al máximo, su nuevo disco. La frase está sacada de El hombre nuclear, la serie de los ’70, y era lo que decían con su amigo Miguel Hiza (artista plástico chileno) antes de servirse más whisky. Según redacta él mismo en la gacetilla de prensa, el guiño es otra vez a aquel segundo álbum, de título largo y muchos invitados. Aunque los recurrentes son más bien amigos: Gonzalo Córdoba (muy talentoso guitarrista, primero de Suárez, ahora de Vicentico), con quien trabaja desde Paciencia, o María Fernanda, que desde la misma época potencia la naturaleza de sus canciones: ya sean puras o extrañas, con su voz en ellas lo son más. “Si algún día la música toma forma humana, va a ser muy parecida a ella”, cree él.

Otros que compartieron sus voces para el disco –esta vez sin vientos y cargado de teclados– fueron Diosque, Aldo Benítez y Alejandro Schuster, de la joven Viva Elástico. “El estribillo de ‘Sentado’ me hacía acordar a la forma de cantar de él y lo invité. Le gustó el tema y le hizo una guitarra; nos conocimos el día que vino a grabar”, cuenta Paoletti. Schuster (1987), por su parte, lo conocía desde hace rato (porque de under se nutre el under y para bandas como 107 Faunos o Valentín y los Volcanes compartir fecha con Paoletti es un honor). “Yo soy un cantante popular pero la gente no lo sabe. Tengo suerte de que a muchos periodistas les gustan mis canciones, pero es muy raro que alguien compre un disco porque un fulano dijo que es genial. Igual, con todos sus defectos, yo estoy orgulloso de mis discos y mi obra porque existe, está. Estos pibes, Aldo, Diosque, en su momento compraron Paciencia. Hubo gente que los disfrutó.”

El verbo en pasado no es gratuito. Nadie tan convencido como él de estar más activo que nunca (disfruta tocar en vivo y está grabando un disco acústico-romántico que se llamará Pequeños romances de un Monte Grande), pero a Paoletti le pesa la historia, incluso si ni sabía que había registro de ella, como la filmación de una sesión de fotos para la revista Inrockuptibles cuando salió Soy yo por ahora. Vestido con una túnica, posa para Nora Lezano, autora de la imagen de esta nota; el video pronto se conocerá porque ilustra la canción “Tanta Luz”. Agujas de brújulas, giran sin cesar. Cartas marcadas que el tiempo borrará, canta ahí. En esa ruta que es a la vez su hogar y refugio, Adrián Cayetano Paoletti lanzó un gran disco y la vista es alentadora: está cerca de las nuevas generaciones y a la par de sus contemporáneos en lo que será la futura camada de clásicos.

Adrián Paoletti se presenta el 19 de septiembre en Ultrabar, San Martín 678, con su trío recién bautizado como Los Impares. Se consiguen el nuevo disco, el libro Poesía Invisible y los fanzines de Dante Paoletti.

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