TEATRO Juntos o separados, Ignacio Bartolone y Mariano Tenconi Blanco son la dupla de directores y dramaturgos que desordenan el panorama del teatro actual con disrupciones como La Fiera, comedia musical ganadora del Premio Hugo –con canciones de ambos– que mezclaba el comic, el género chico criollo, las leyendas tucumanas, el cine de acción, la reflexión sobre la violencia hacia las mujeres y la poesía contemporánea. Ahora, cada uno con su proyecto, Las lágrimas y Piedra sentada, pata corrida, terminan de demostrar su fresca insolencia y un pulso único para introducir en sus obras cuestiones políticas, sin caer en doctrinas ni conclusiones simples.
› Por Mercedes Halfon
Mariano Tenconi Blanco e Ignacio Bartolone son una de las más recientes incorporaciones del teatro porteño a la vez que una de las más brillantes y decididas. Con apellidos de innegable ascendencia italiana, uno con algunas obras más en su haber –Tenconi, que ya va por la quinta–, son un dúo que funciona a la perfección en sus trabajos en colaboración, produce obras por separado y milita en bloque algunas causas interesantes, opiniones que se destacan en el tímido o reacio al pronunciamiento estético panorama del joven teatro local.
Hace unas semanas, en la entrega de los Premios Hugo –galardones al teatro musical, actividad en auge y crecimiento brutal en nuestras tablas– La Fiera de Mariano Tenconi Blanco, con canciones de Tenconi y Bartolone, se alzó con tres estatuillas. Y fue una sorpresa, porque la obra conjuga una serie de elementos diversos entre los que se encuentra, sí, la comedia musical, pero posee otros totalmente disruptivos: el comic, el género chico criollo, las leyendas tucumanas, el cine de súper acción, la reflexión sobre la violencia hacia las mujeres y la poesía contemporánea que retoma la gauchesca, en un orden difícil de precisar. Tal vez por ese abordaje tan extraño es que la pieza llamó la atención del jurado, que decidió celebrar la anomalía. Así es que se los pudo ver a Tenconi, Bartolone e Iride Mocket –su extraordinaria protagonista– con sus mejores galas, festejando azorados los premios, como una suerte de prueba o reivindicación: el teatro independiente de Buenos Aires puede ser tan bueno, que dos chicos que no vienen en lo más mínimo de la tradición musical pueden escribir las mejores canciones y alzarse con el premio a mejor unipersonal musical, mejor director y mejor libro. Como ese primo colado que invitan a la fiesta de casualidad y se alza con la chica más linda de la noche.
Muy atrás en el tiempo tenemos a Rick y Louis, haciéndose inseparables en el final de Casablanca –“Este puede ser el comienzo de una gran amistad”–, y bien acá tenemos a Tenconi y Bartolone, comenzando su relación gracias a una convocatoria de Alejandro Tantanian para un proyecto en el Centro de Experimentación del Colón, donde no se dieron bolilla. Meses después, en un segundo proyecto del mismo director, empezaron a registrarse. “Tantanian nos convocó a trabajar en la asistencia de El don de la palabra. Yo creo que fue la última lección del que fue nuestro maestro: unirnos. Porque ahí nos hicimos súper amigos. Era diciembre, con esa sensación tan apocalíptica que tiene ese mes en Buenos Aires: mucho calor, gente puteando. Comíamos pizza en Banchero o tomábamos cerveza en Nac & Pop y hablábamos mucho de libros”, cuenta Tenconi. Bartolone suma: “Así fue, mientras muchos conocidos viajaban a Brasil, nosotros vivimos un verano hermoso y fatal, con semanas de 40 grados a la sombra todos los días. Éramos una pandilla de dos integrantes en bermudas. Eso nos pegoteó. Al tiempo hubo una minigira en San Luis en la que fuimos a un casino, con una sola ficha metimos un pleno y nos gastamos el botín entero en whisky bueno”.
¿Y cómo se topó inicialmente cada uno con el teatro?
T: –Vengo de una familia de clase trabajadora, y el arte era un lujo que uno no podía permitirse. Fui el proyecto familiar del tan ansiado ascenso social, graduándome en la Universidad en Ciencias Económicas muy joven. Yo escribía desde muy chico pero a escondidas, como si me drogara. Un día decidí, para decepción familiar, abandonar esa vida de estabilidad laboral y proyecto de casa-auto. Como toda ruptura, fue un estallido y luego comencé a buscar mi rumbo. La primera vez que fui a un taller de escritura, no sé por qué, fui a uno de dramaturgia.
B: –Quizás mi caso sea un poco más burgués y menos dialéctico. Yo viví la conocida adolescencia del cascarudo, mitad poeta mitad boludo, dícese de aquel que vive su juventud encerrado en su cuarto escuchando discos que él sólo cree conocer y leyendo millones de libros que no llega del todo a entender. De la mano de ese intento absurdo y romántico de constante diferenciación llegué a estudiar actuación y, para radicalizar aun más la impostura, me anoté en un taller de puesta en escena que daba Juan Carlos Gené. Ese espacio fue un cambio de paradigma. Gené era muy rígido pero muy sabio y generoso con sus clases y eso, por decirlo de alguna manera, me acomodó, me enfocó, crecí. Me acuerdo de que para fin de año mi propuesta de dirección fue hacer una adaptación de una historieta de Batman... horrible. Horrible y hermosa juventud.
Luego, para ambos, vino el clásico momento del fogueo en talleres. Además del mencionado Tanta, Tenconi se formó en actuación con Ricardo Bartís. Bartolone en dramaturgia con el exquisito y recordado Alejandro Acobino y en actuación con Andrea Garrote. Y luego, al ruedo.
Hoy Tenconi y Bartolone están con proyectos nuevos. El primero acaba de estrenar Las lágrimas. El segundo acaba de reestrenar con nuevo elenco Piedra sentada, pata corrida, su primera obra como autor y director. ¿Qué tienen en común estos jóvenes directores y autores? Biográficamente habría que decir que son bastante nerds, lectores, melómanos, que sus referencias en ambas esferas son personales y diferentes de la literatura en la que
el teatro porteño suele abrevar. Estéticamente podría apuntarse que los emparienta un afán de delirio, de arrojarse al agua, una cierta prepotencia juvenil y un pulso único para introducir en sus obras cuestiones políticas, sin caer en doctrinas reconocibles ni conclusiones simples. Siempre partiendo de la supresión del principio del realismo, agobiante en los escenarios de las últimas décadas (¿o desde siempre?).
¿Cual fue la búsqueda con Las lágrimas, tan distinta de tu obra anterior?
–Es curioso porque en realidad es la primera obra que escribí. Pasó por infinitas reescrituras y mutaciones, aun en los ensayos. Fue muy complejo el trabajo de encontrar el tono, en cuanto a la actuación. Pero elegí un elenco extraordinario, muy distintos entre sí pero a la vez, cada uno, con una poética muy personal. Entonces el trabajo de la dirección fue de mucha mirada general y de creación del código estético. Bajo el concepto agambeniano de la profanación de lo improfanable y por una preocupación mía, que es que la estética es política, me parecía importante releer la historia política de la Argentina cambiándole el género. El realismo es la estética de la verdad, y la verdad la detentan los que ganaron. Los que perdieron no pueden hablar con la verdad, entonces por eso hicimos de la historia argentina un monstruo de géneros: hay melodrama, comedia negra, coreos kitsch, canciones, caballos que hablan, travestis, éxtasis, música electrónica. Pensamos que era la forma en la que querías releer el pasado y, sobre todo, pensar el futuro.
Piedra sentada, pata corrida, de Bartolone, no casualmente, también se mete con la historia argentina, pero se va bastante más atrás. “Farsa civilizatoria”, aclara el programa de mano, como una declaración de principios, para entrar en un código que nos instala en el siglo XIX. La obra propone ante todo una representación muy naïve: un telón pintado a mano que recrea el campo abierto, vestuarios de indígenas que recuerdan un acto escolar, una actuación muy corrida de eje y un texto que es fundamentalmente poesía, lengua inventada, música. No hay nada de reproducción antropológica ni de reivindicación solemne. En una línea de reflexión escénica del universo mapuche similar a aquella hermosa y volada pieza de Mariana Chaud de hace unos años, Los sueños de Cohanaco, que se permitió por primera vez salir del canto acongojado hacia los pueblos originarios para volverlo material de poesía, de humor, y a través de todo ese rodeo, volver a ponerlos en un lugar central, discutir su desplazamiento.
¿Como surgió la idea de Piedra sentada..., sobre todo en términos de la propuesta de actuación y el texto?
–La escritura surge en principio como un movimiento carnavalizado y bufo para contar las distintas operaciones ideológicas y literarias que acompañaron el proceso de exterminio de las tribus aborígenes de la Argentina a manos del progreso alambrador. Con una clara decisión de correrme de los discursos políticamente correctos que abarcan el tema, ya sean el revisionismo histórico o las ficciones progresistas, que para mí son en su mayoría inoperantes, intenté mediante la irreverencia de la cita y la parodia a los textos canónicos como Mansilla, Echeverría, Sarmiento. Quise generar un espacio lúdico en donde la antinomia de la civilización y la barbarie se vea travestida por una ficción iconoclasta.
A contrapelo de la creencia en la muerte del autor, estos chicos parecen haber venido a insuflarle nuevos aires, preocupaciones, un shock de poesía, un imaginario diverso, abstracción. Pareciera guiarlos una necesidad imperiosa de generar nuevos pactos con el presente. Estéticos, políticos, musicales, literarios, nuevas preguntas para llegar a nuevas síntesis.
¿Hay algo que crean que le falta al teatro, que les gustaría ver más y que de algún modo los ha impulsado en su propio teatro?
T: –No sé si podría decir que le falta. En las circunstancias actuales quizás es más fácil listar lo que sobra. Hablando en serio: a mí me interesa el teatro como forma de hacer política, y creo que es la estética lo que define mi pensamiento, y en esa búsqueda estoy. Creo en pensar cómo el arte transforma la realidad. Y esta frase tiene muy mala prensa por ser mal leída: la televisión o la publicidad setean nuestras formas de amar, de relacionarnos, pero también el arte puede ofrecernos modelos de mundo mucho más generosos, y por eso es un poder y una responsabilidad ser espectador y autor. A mí me gustan las obras que me conmueven y que modifican, al menos transitoriamente, la forma en la que veo el mundo.
B: –Es importante y vital que las búsquedas de lenguaje desatiendan algunos de los consensos que los grandes públicos o, mejor dicho, el mercado de los grandes públicos demanda. Paradójicamente, también creo que tanta franela y endogamia generan obras tullidas o bobas, ya que no hay renovación de búsqueda sino acuerdos estéticos entre pares. Lo que a mí particularmente me gustaría ver más son aquellos procesos que de alguna manera no piden espacio sino que, más allá de los resultados, le hacen la guerra a lo conocido.
Piedra sentada, pata corrida, de Ignacio Bartolone. Con Julián Cabrera, Gustavo Detta, Ariel Perez de María, Cristina Lamothe, Luciano Ricio, Eugenio Schcolnicov. Funciones: Viernes a las 23 en La Casona Iluminada, Corrientes 1979.
Las lágrimas, de Mariano Tenconi Blanco, Con Ingrid Pelicori, Violeta Urtizberea, Iride Mockert, Martín Urbaneja y Fabio Aste. Funciones: Viernes y sábados, a las 22.45. Centro Cultural de la Cooperación, Av. Corrientes 1543. Entradas: $100.
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