› Por Ana María Shua
A los once años llegó por fin a mis manos un libro que había codiciado durante mucho tiempo. Era El Principito y supongo que llegó tarde. Para entonces yo era una lectora bastante avezada, había leído ya mis primeros libros “para grandes”, y ya sabía que los libros se recomiendan unos a otros. Por aquí y por allá había encontrado referencias a El Principito, que además me proponían maestras, tías y buenos lectores en general.
Por algún motivo no lograba encontrarme con él hasta que al fin alguien se lo regaló a Rosalba, mi amiga del alma. Y conseguí que me lo prestara, con muchas recomendaciones acerca de su cuidado. Yo solía leer comiendo galletitas con manteca y en las páginas de mis libros, debo confesarlo, había muchos lamparones de grasa.
Su lectura me produjo una enorme decepción (sólo comparable a la que sentí cuando leí Platero y yo). Esperaba una historia conmovedora, aventuras emocionantes, sucesos increíbles o perturbadores y allí no se narraba nada. Yo era una apasionada lectora de narrativa, pero también de poesía, y El Principito no encajaba bien en ninguno de los dos géneros. Tampoco era una sucesión de descripciones aburridísimas, como el abominable Platero.
Unos años después lo entendí mejor: ése había sido mi primer enfrentamiento con un libro de autoayuda. Porque El Principito es eso: autoayuda espiritual para niños. Es un libro colmado de lecciones morales, que delata y condena ciertas elecciones y propone en cambio un programa de vida destinado a obtener la felicidad. El Principito fustiga a los que sólo pretenden el poder, como el rey, que lo quiere de súbdito; se burla del hombre de negocios, que se cree rico contando estrellas; del vanidoso, al que no le interesan más que los admiradores. Y en lugar de todas esas actividades inútiles, que hacen a los hombres malos pero también desdichados, propone, naturalmente, el amooorrrrr.
Sólo los niños, nos dicen el Principito y su autor, son capaces de comprender la esencia de la vida. En comparación con las personas grandes, egoístas y ciegas a lo esencial (que de todos modos es invisible), los niños entienden todo, son generosos, alegres, creativos, saben qué es lo más importante y tienen imaginación. Ninguna persona grande, dice el autor, podría darse cuenta de que su dibujo muestra una boa que se tragó un elefante: todos ven un sombrero. Como yo también veía un sombrero, calqué el dibujo, lo intenté con varios chicos y descubrí, sin sorpresa, que a todos les pasaba lo mismo. A mis once años todavía tenía algo de niña y no estaba dispuesta a comerme semejante soborno al lector. Sabía perfectamente que había niños crueles y estúpidos, que a muchos niños sólo les interesaba el poder (por ejemplo, a la jefa de la barra que nos atormentaba en la escuela a Rosalba y a mí) y que otros se jactaban de la plata de sus padres.
Y por si esto fuera poco, oh Señor, estaba la maldita rosa. Al principio me puse celosa. ¿Por qué el Principito estaba enamorado de una flor tan egoísta y tonta? Mucho después me di cuenta de había algo peor: esa estúpida rosa me representaba ¡a mí! Porque los hombres pueden ser guardaagujas o faroleros, geógrafos, bebedores o comerciantes... pero las mujeres son todas iguales, son todas rosas, es casi imposible distinguirlas unas de otras. Por suerte a veces un hombre se enamora de una y sólo entonces su rosa se vuelve única y diferente de todas las demás.
Por los años ochenta llegaron a la televisión los Pitufos. Esos dibujitos azules estaban clasificados de acuerdo con sus características personales que los convertían en estereotipos culturales: eran el Gruñón, el Filósofo, el Fortachón, el Sabio, el Tonto... y la Pitufina. No había Pitufinas gruñonas, o filósofas, o tontas, o fuertes. Había una sola Pitufina, la encarnación misma de La Mujer, esa rosa enraizada en su inmóvil maceta, tan ensalzada por el Principito, a la que todas las mujeres deberíamos parecernos. Si se es mujer, ya no hace falta (y tampoco es posible) ser ninguna otra cosa. Ya no hace falta (y tampoco es posible) la diferencia. Todas somos iguales y tenemos la obligación de serlo: histéricas Pitufinas, histéricas rosas. La rosa es una flor débil, ingenua, coqueta, complicada, mentirosa, presumida pero al menos, ¡qué suerte!, según nos cuenta el Principito, sus pobres astucias provocan ternura.
Hasta 1994, cincuenta años después de la muerte de un autor, sus textos pasaban a dominio público, es decir, cualquier editorial podía publicarlos sin pagar derechos. Justo en ese año cambió la ley y se pasó de cincuenta a setenta años. Sin saber que eso sucedería, un editor me pidió una nueva traducción de El Principito, que hice con enorme placer y alegría. Porque si todo lo que escribí hasta aquí es rigurosamente cierto, debo confesar también que no pude evitar disfrutar enormemente de la deliciosa prosa de El Principito.
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