PERSONAJES En su infancia, en la Buenos Aires de los años ’50, era un niño prodigio que cantaba en la radio. Y de adolescente formó parte de la escena del beat criollo y luego de la vanguardia del Di Tella. Fanático de Piazzolla y del jazz, a mediados de los ’70 Carlos Franzetti se fue a vivir a Estados Unidos y se convirtió en un notable pianista y arreglador, con unos 40 discos y tres Grammy en una carrera muy cercana a los latinos de Nueva York. Aunque nunca se alejó de la Argentina: compuso la banda de sonido de La película del rey, de Sorín, trabajó con Goyeneche y fue colaborador habitual de Luis Alberto Spinetta. Pero desde que en 2001 compuso el ballet Tango Fatal se dedica casi exclusivamente a explorar las posibilidades del tango más allá de la ortodoxia, con un disco nuevo –In The Key Of Tango– y hasta los arreglos del nuevo disco tanguero de Rubén Blades.
› Por Sergio Pujol
Carlos Franzetti sabe que, justo a sus espaldas, un retrato medio angelical y medio diabólico de Astor Piazzolla junto al Polaco Goyeneche nos observa inevitablemente. Sabe también que cortará el próximo bocado de asado en uno de los lugares favoritos –e inspiradores– del músico al que un carnicero parisino llamó Monsieur Le Caníbal. Quizá la elección del restaurante, que corrió por cuenta de Franzetti, no haya sido del todo fortuita: en distintos momentos de su vida, tanto Piazzolla como Goyeneche lo acercaron pendularmente a la música de Buenos Aires. “Acabo de componer un tema para Piazzolla, como siguiendo aquel disco que le tributé en 1995, Astor Piazzolla: a Flute and Piano Tribute”, empieza. “El tema se titulará ‘Monsieur le caníbal’. Astor me contó que así lo llamaba su carnicero francés, sorprendido de que le indicara con tanto cuidado cómo quería el corte de carne.”
En lo que va del siglo XXI, la música de Franzetti ha pasado más tiempo en los arrabales del tango que en cualquier otra topografía sonora. Justamente, lo que motivó su último viaje a Buenos Aires fue el festival internacional de tango: el músico dio un magnífico concierto en la Usina del Arte, en dueto con el contrabajista Juan Pablo Navarro y tocó solo en un teatro de San Telmo. Reconocido como uno de los mejores pianistas y arregladores de jazz que la Argentina ha dado al mundo –vive en los Estados Unidos desde mediados de los ’70–, Franzetti compuso en 2001 el ballet Tango Fatal, y si bien en su proteica discografía (unos 40 discos, con tres Grammys a cuestas) hubo siempre sitio para la creación sinfónica, el jazz y la música de cine, desde aquel momento su mayor preocupación parece ser la de explorar las posibilidades del tango más allá de la ortodoxia, pero no necesariamente en las derivaciones del vanguardismo. En ese sentido, cuenta un poco en broma y un poco en serio que ha confeccionado un decálogo para tocar a Piazzolla sin sonar a Piazzolla: evitar determinada acentuación de compás, no recurrir en exceso a la fuga y el contrapunto, escaparle a la figura de corchea y semicorchea y no dirigir un quinteto, entre otras premisas.
Por ahora, Franzetti viene cumpliendo con ese decálogo. Tanto los arreglos que escribió y dirigió para el flamante disco de tangos de Rubén Blades como su reciente CD In The Key of Tango plantean, con personalidad, dos abordajes diferentes de la gran tradición argentina. El disco de Blades, al que la revista Down Beat acaba de calificar con alto puntaje –la crítica enfatiza el trabajo de cuerdas de Franzetti–, es una grata sorpresa. Y un alivio, si uno simpatiza con Blades. ¿A qué podíamos temerle? A que se tratara de uno de esos espantosos homenajes internacionales al tango. Afortunadamente, no hay aquí tangos argentinos. Grabado entre Praga, Buenos Aires y Nueva York, el disco reúne algunas de las mejores canciones del panameño pasadas por el tamiz del estilo porteño. “Ligia Elena”, “Pablo Pueblo”, “Parao” o el gran “Pedro Navaja” se desplazan suavemente por la tímbrica y la acentuación que huelen a Buenos Aires, pero sin que el oyente esté necesariamente pensando en los apóstoles de Gardel. Es cierto que parte del éxito del disco reside en el formidable grupo instrumental: de Pablo Agri a Leopoldo Federico, con el agregado de la Orquesta Sinfónica de Praga. Pero la clave, como suele suceder en la obra de Franzetti, hay que buscarla por el lado de la heterogeneidad.
¿Te resultó difícil traducir temas de salsa al universo del tango?
–La verdad es que no. En general, las orquestaciones para tango quedan mejor que las de jazz, tal vez porque la música porteña no tiene ese movimiento ondulante propio del jazz. Por ejemplo, orquestar temas de jazz para la Boston Pops me resultó más difícil. El ejecutante académico rara vez entiende cómo debe sonar un tresillo de jazz, lo toca de manera rígida, marcial. Por suerte, en aquella oportunidad lo tuve de solista al trompetista Terence Blanchard. Por otra parte, el tango está emparentado con la tradición europea y tiene otro tipo de swing. Basta con ver el rol de las cuerdas y el piano.
Las letras de Blades comparten con los tangos un cierto carácter narrativo y urbano. Supongo que eso facilitó las cosas aunque, por momento, con esas cuerdas de fondo, Blades parece una especie de Serrat caribeño.
–Las canciones de Rubén me recuerdan aquellos temas de Agustín Magaldi, que solían ser de lenguaje neutro y a la vez un poco exótico. Obviamente, Rubén es un muy buen cantante y un tipo con un radar increíble. Cuando vinimos hace unos años al Luna Park a cantar tangos, me decía: “Oye Carlitos, vamos a tocar para los talibán del tango. ¿Qué hago yo aquí?” Pero salió todo bien, la gente quedó muy contenta. El temor que tenía Rubén era comprensible. Somos una sociedad jodida. Si hubiese sido por nosotros, la bossa nova no habría salido de Brasil, ni el cante jondo de España, ni el son de Cuba, y todo así.
En cuanto a las versiones pianísticas de “Soledad”, “Danzarín”, “Boedo” y “Revirado”, entre otros tracks del nuevo disco solista de Franzetti, cabe decir que pisan terreno desconocido, en la medida que incursionan en una suerte de improvisación tanguera, sin los yeites del jazz. “Me propuse explorar la improvisación dentro del lenguaje porteño, con los intervalos, el fraseo y la armonía del género. Un poco como Peter Sellers en el personaje de Dr. Strangelove tuve que controlar mi cerebro jazzístico, para no caer en el ridículo y tocar un solo en ‘Boedo’ que suene a ‘Giant steps’. Quería que el piano sonara como un bandoneón, con ese ataque y esa sonoridad. Mis ídolos en el piano tanguero siempre fueron Osvaldo Tarantino y Horacio Salgán. Pero estoy en una búsqueda personal, no quiero copiar a nadie. Creo haberlo logrado, aunque también es posible que me pase el resto de mi vida buscando esa manera de tocar tango.”
Carlos Franzetti fue un niño maravilla en la Argentina de mediados de los años ’50. Porteño clase 1948, a los 8 años ya cantaba en radio Argentina, acompañado al piano por Virgilio Expósito. Por entonces estudiaba piano en el Conservatorio y flotaba en un mundo absolutamente musical, que hereditariamente él atribuye a su madre. “Mi padre, en cambio, era médico militar: oído de artillero”, lapida con humor. Un día la madre le pidió a Horacio Salgán que le diera clases a su hijo. El maestro dijo que sí, pero papá Franzetti se negó: aquello podía significar demasiada batahola para el niño. Mejor que siguiera por un tiempo con el divertimento del canto amateur y las clases de piano clásico. Ya emergerían en su horizonte otras vocaciones, otras profesiones seguramente más dignas que la de músico popular.
Pero aun en el limbo del amateurismo, la fama precoz tenía sus bemoles. Cuando el niño español Joselito visitó Buenos Aires, en la radio le encargaron a Carlitos que lo desafiara o, al menos, que hiciera quedar bien a los infantes pródigos de la nación. El resultado no fue del todo feliz. “El me hablaba de Jacinto Benavente y yo apenas me animé a saludarlo. Claro que había una trampa: Joselito no era tan pequeño en edad como decían. Pasaron los años y siguió petiso, con voz de niño. Incluso fue mercenario”, concluye Carlos.
A fines de los años ’60, de Joselito ya pocos se acordaban. El mundo temblaba con las canciones de Los Beatles, y Franzetti se reveló como uno de los principales pianistas de la Buenos Aires a go-go. Seguía cantando, de vez en cuando, pero lo suyo eran los teclados. No había éxito internacional que le fuera esquivo. Podía tocar “Nena vuelve”, “Gotas de lluvia caen sobre mi cabeza” o “Con su blanca palidez” como si estuviera grabando en Londres. Quien le dio la oportunidad de pasar del varieté bizarro a la música beat fue Carlos Bisso, el cantante del guante negro. Como tecladista de Conexión Número 5, Franzetti supo de ventas y aplausos. El niño criado entre tangos y sinfonías, devino así en joven pop; al menos eso parecían indicar las fotos de pelilargos apenas cubiertos por las alas anchas de los sombreros hippies. Bisso era un buen intérprete, pero prefería versionar hits en idioma original (aunque los títulos de las canciones figuraban en castellano), justo cuando Moris y Nebbia empezaban a escribir canciones en el idioma de los argentinos.
Pero mientras los originales del beat criollo les peleaban carteles a los replicantes del beat anglosajón, Franzetti ya expresaba otras afinidades electivas. Deslumbrado por el jazz moderno y acérrimo seguidor de Piazzolla –lo vi mucho en La Noche–, vivía intensamente la vida cultural de la Buenos Aires del Instituto Di Tella y el credo vanguardista. Cuando aquello se apagaba, alrededor de las 2 o 3 de la mañana, Carlos volvía a su casa de Güemes y Canning en un colectivo de la línea 229 cuyo chófer le hacía frente a la alienación laboral con una radio Spica colgada del espejo retrovisor. “Yo odiaba la música que salía de esa radio a transistores con estuche marrón. El tipo sintonizaba programas con orquestas típicas. Para mí esa música era el pasado. Venía de participar en jam sessions, de escuchar discos de Miles Davis y John Coltrane, de tratar de tocar el piano como Bill Evans, y me encontraba con esa cosa espantosa. Y sin embargo hoy me maravilla esa música y quisiera entenderla más a fondo. Ya no viajo en el 229. Podría decir, parafraseando a Paquito de Rivera cuando habla del son cubano, que redescubrí el tango a orillas del Hudson.”
Pero transcurrirían muchos años antes de que Franzetti regresara al tango, una música que, como decía Pichuco, “sabe esperar”. A mediados de los ’70 se radicó en los Estados Unidos, donde estudió composición y dirección en la afamada Julliard School. En 1976 grabó The Prime Element, su primer disco, en una perspectiva de jazz fusión bastante a tono con la época. Perfectamente integrado a la escena del funk y el jazz, Franzetti fue pronto descubierto por los “latinos” de EE.UU., especialmente Paquito D’Rivera, con el que años después grabó el magnífico Portraits of Cuba (Grammy 1997 en la categoría “Best Latin jazz”), Rubén Blades, Arturo Sandoval y los productores del musical (y película) The Mambo Kings.
De cualquier manera, tampoco eso era “lo suyo”, exactamente. “Para los latinos de los Estados Unidos no soy suficientemente latino, pero es algo que no me importa mucho”, confiesa. “Hice de todo, con muchísima gente. Y varias de esas cosas me siguen gustando, como las instrumentaciones para Jon Faddis y los discos que grabé con Gato Barbieri, Steve Kuhn, Eddie Gómez y David Sánchez. Sucede que no me siento un arreglador profesional, como lo es Jorge Calandrelli, por ejemplo. Jorge trabaja muy bien, y se siente muy a gusto arreglando para Barbra Streisand y Tony Bennett. Pero en mi caso, hay ciertas marcas personales de las que me cuesta desprenderme, tanto en la escritura para cuerdas como la que hice para vientos. Lo mismo me sucede en el cine –soy un enfermo del cine–. Compuse para películas admirables, como Q&A, de Sidney Lumet, o Beat Street, de Harry Belafonte, pero no es lo que más me gusta hacer. Por eso ahora estoy tan satisfecho: compongo música clásica-contemporánea, como Pierrot et Colombine (Grammy 2013), y toco tango en el piano. Tengo la suerte de que hayan estrenado mis obras orquestas de todo el mundo, y como artista del sello Sunnyside tengo toda libertad para editar lo que me place. Asimismo, con mi esposa, la pianista Allison Brewster, creamos el sello Amapola, donde editamos algunos trabajos recientes. Si hoy me preguntan qué soy, no dudo en responder: un músico ‘clásico’ y de tango. Al jazz llegué porque me fascina, pero la verdad es que nunca me sentí un verdadero jazzman.”
En los primeros años del gobierno de Alfonsín, Carlos Sorín le encargó la banda sonora de La película de rey. A su vez, este trabajo lo recolocó en el ambiente musical argentino. A mediados de los ’80, después de haberlo conocido en la embajada argentina en París (en los días de Tango Argentino), Carlos trabajó con Roberto Goyeneche en el hoy histórico El polaco por dentro –“me dio muchísima libertad, incluso me pidió que no pretendiera hacer tango, que hiciera mi música, que él se iba a adaptar”–, hizo arreglos para Mercedes Sosa y Víctor Heredia y se reencontró con Luis Alberto Spinetta, al que no veía desde los tiempos de Almendra y Conexión Número 5.
“A Spinetta lo conocí en plena adolescencia. Yo cantaba con Varela Varelita, y él estaba en Los Larkins con Rodolfo García. Una tarde íbamos todos en un ómnibus no recuerdo bien a dónde, y me puse a conversar con Rodolfo. Eramos amigos, siempre que nos veíamos nos ponían a charlar sobre música. Y entonces el Flaco, que se moría por entrar en la conversación, me dijo: ‘Che, ¿no le vas a dar bola a un tipo que conoce a Maynard Ferguson?’ Con eso me quiso decir que estaba informado a pesar de su corta edad. Un tiempo más tarde, con Carlos Bisso grabamos ‘Muchacha ojos de papel’ ¡en inglés! Y al Flaco le gustó la versión.”
Tu trabajo como orquestador en La la la marcó, en cierto modo, tu reentré al rock argentino. De hecho, hay un tema que lleva tu firma: “Retrato de los bambis”. Según le contó Spinetta a Eduardo Berti, la invitación que te hizo Fito a participar del proyecto fue una de las mejores ideas del disco.
–Sí, llegué a ese disco a través de Fito Páez, que me conocía por el trabajo con Goyeneche. Y entonces nos reencontramos con Spinetta, en los estudios ION: “Che, maestro, cómo creciste”, me dijo no bien me vio. Nos pusimos a trabajar en “Parte del aire” y el resto del material, pero como yo participaba en cinco temas y las sesiones de grabación eran por dos canciones, no tenía sentido desperdiciar un turno. Entonces grabé una suerte de intermezzo orquestal, sin un propósito definido. Pensé: “que pongan donde quieran, o que no lo usen”. Me olvidé del asunto, y después comprobé con alegría que el tema formaba parte del disco. El Flaco lo título “Retrato de los bambis” y quedó editado entre “Tengo un mono” y “Asilo en tu corazón”.
Franzetti y Spinetta volvieron a tocar juntos en Estrelicia, el unplugged de MTV registrado en Miami. Para esa oportunidad, el pianista arregló y dirigió “Laura va” y “Jazmín”. Desde entonces, volvieron a verse con frecuencia. Cuando Carlos andaba por Buenos Aires, el Flaco lo invitaba a cenar sushi. Indudablemente, aquel vínculo recordaba –a los protagonistas, pero también a los oyentes más atentos– el que Spinetta había sabido tejer con Rodolfo Alchourrón en los comienzos de Almendra. Alchourrón era un poco mayor que Franzetti, pero no resulta desatinado compararlos, en la medida que ambos navegaban con pericia por distintos mares de la música popular y la música clásica. ¿No había en esa confraternidad de géneros, en esa policromía musical, marcas de una época, finales de los ’60, principios de los ’70, cuando al tango se lo llamaba balada y al rock música progresiva?
Hoy más cerca de Buenos Aires que nunca, escribiendo música en su casa de New Jersey –“a veces me paso 12 horas sin levantarme de las partituras y a veces paso días sin tocar el piano”–, Carlos Franzetti sigue siendo uno de los músicos argentinos más inquietos, curiosos y talentosos de las últimas cuatro décadas. Y uno de los más escurridizos a la hora de las ubicaciones genéricas. ¿Jazz, clásico, tango, scores, fusión?... En referencia al título de su nuevo disco (In The Key of Tango), Franzetti se lamenta que la palabra “key” remita unívocamente a un concepto musical (la tonalidad o armadura de clave) y no al sentido que él le quiso dar al disco: “en tono de tango”. En todo caso, en esa ambigüedad involuntaria reside parte del encanto con el que este pianista y compositor excepcional sigue pensando la música argentina, entre los Estados Unidos y Buenos Aires.
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