ENTREVISTA En su primera novela, María Gainza reúne sus dos facetas, la crítica de arte y la escritora, y así El nervio óptico (Mansalva) es autobiografía, crónica social, reseña de arte, diario íntimo, aguafuerte porteña, guía de museos: todas las variables que caben dentro del término “ficción”. Pero, sobre todo, es una biografía en pinturas, la educación sentimental de una chica de clase alta que se refugia visitando colecciones permanentes de museos públicos.
› Por Ana Wajszczuk
Hay una chica. Hay un cuadro. La chica está en la sala de espera del oculista. Una sala blanca, inmaculada. Sillas, revistas viejas, alguna maceta con un potus. Y en la pared, un poster: la reproducción de un cuadro de Rothko. Rojo, tan profundo que es casi negro. La chica mira. Piensa quién habrá sido el primer médico que puso una pintura impresionista en su sala de espera y notó los efectos benéficos en sus pacientes. Mira. Y entonces se le aparece una voz posible para contar esa relación vital, física, con una obra de arte, que viene escribiendo y reescribiendo hace tiempo. Hay una chica y hay un cuadro: en esa suerte de ping-pong entre ambos, así dice María Gainza que se le ocurrió el “cuento-capítulo” que dio el puntapié inicial a El nervio óptico (Mansalva), su flamante primera novela.
Una novela que es también autobiografía, crónica social, reseña de arte, diario íntimo, aguafuerte porteña, guía de museos: variables heterogéneas que podrían acunarse en el vaivén de las comillas que aprietan al término “ficción”. Porque como los textos sobre arte que María Gainza viene publicando en diversos medios aquí y en el exterior desde hace más de una década –donde logra multiplicar significados linkeando a las artes visuales con todo un mundo de referencias que pueden citar tanto a Chejov como a Sonic Youth, y teorizar tanto sobre los pintores del siglo XV como sobre el surf–, El nervio óptico es un artefacto híbrido, de múltiples entradas como consecuencia de ese cruce entre chica y cuadro en un ida y vuelta de sentidos que se otorgan mutuamente, y que se traslada entre la “realidad” y la “ficción”. Aunque esa dicotomía no exista para la autora (y tampoco para su protagonista): “No veo las cosas en términos de ficción o no ficción”, dice Gainza. “Para mí cualquier cosa escrita, desde los consejos de la caja de cereales al Diario de los Goncourt, todo es bolazo, todo es cuento.”
En ese sentido, ¿cómo te definirías, si eso es posible? ¿Como crítica de arte o como escritora?
–Como otra cosa que no sé si tiene nombre. Yo creo que vivo siempre entre dos mundos. Antes lo padecía, creía que era un defecto, una falta de especialización. Ahora creo puede llegar a ser una ventaja. Crítica en el sentido estricto de la palabra no soy. Si le preguntás a un crítico de academia qué piensa de lo que hago, seguro que hace una mueca. Tampoco me creo una escritora: soy más bien una mujer que tipea muy rápido y con los ojos cerrados porque mi mamá, que no tenía mucha confianza en mi futuro, me mandó de muy chica a la academia Pitman. Escribía sobre arte, pero lo que me salía tenía más que ver con la forma en que esa obra rebotaba dentro de mi cabeza; nunca me salía el texto crítico o me salía muy deshilachado. A mí lo que más me gusta en la vida son los libros, pero la pintura le sigue muy de cerca, hay días que van cabeza a cabeza. Pero para escribir me resulta siempre más lindo escribir sobre objetos mudos.
En El nervio óptico las obras de arte son el corazón delator de cada capítulo, son esos “objetos mudos” que le hablan a la narradora –y al lector– de otras cosas: el rescate emotivo de una escena de caza de Alfred de Dreux colgada en el Museo de Arte Decorativo –ese que alguna vez fue un palacete familiar de la protagonista– o un cuadro “menor” de Henri Rousseau en el Museo de Bellas Artes sirven de disparador y espejo para hablar de la muerte y el paso del tiempo y la banalidad, las neurosis de clase, el spleen moderno transformado en pánico a volar. Y de la obra de arte como algo vital incluso para la cotidianeidad, incluso para el bienestar físico: “Cada vez que miro Mar borrascoso –dice la narradora sobre esa marina de Courbet, uno de sus cuadros favoritos–, algo se comprime dentro de mí, es una sensación entre el pecho y la tráquea, como una ligera mordedura. He llegado a respetar esa puntada, a prestarle atención, porque mi cuerpo alcanza conclusiones antes que mi mente. Más tarde, rezagado, llega a escena mi intelecto con su incompleto kit de herramientas”. Esa reacción corporal frente a la obra de arte, esa certeza de que no necesitamos diseccionarla en busca de su sentido, porque por sí sola más que decir puede hacer –como sostiene Gainza en uno de sus escritos sobre artistas argentinos reunidos en Textos escogidos 2003-2010 (Capital Intelectual), su primer libro publicado– es central en el texto. En cada capítulo, ese ping-pong entre una obra de arte colgada en un museo de Buenos Aires, un episodio de la vida de esa chica a la que se la tragó el personaje de “zurdita paqueta” –como le dice su madre– y la historia del artista en cuestión se imbrican mientras ella corre a refugiarse en los museos “como la gente en la guerra corría a los refugios antibombas”, escribe Gainza.
En uno de los capítulos hacés una comparación entre la clase alta y el mundo del arte: igual de endogámico y devorador. Sin embargo, el mundo del arte, ese mundo privado que la protagonista encuentra, la salva de alguna manera de seguir en el mismo círculo del infierno.
–Lo que la salva es la obra de arte, no el mundo del arte. La salva poder ir a visitar esos cuadros: todas las obras sobre las que habla el libro están en colecciones permanentes de museos públicos. Así como el mayor placer está en la relectura, para la protagonista toda la felicidad de poder frecuentar regularmente los museos reside en poder reencontrar las obras amadas en el mismo lugar.
¿A vos te pasa lo mismo, o convivís con obras de arte?
–En mi casa estoy llena de libros, pero no cuelgo pinturas. Ni siquiera una chiquita, nada. Para mí, las pinturas cuanto más lejos, mejor. Por eso me gusta que existan los museos. Los cuadros son demasiado intrusivos, demasiado reales, para tenerlos en tu casa. A mí me gusta que sean una cosa mental, guardarlos en algún cuartito de la cabeza y dejarlos salir sólo de tanto en tanto. A las pinturas hay que ponerles coto; si no, se te instalan, copan todo, y no se van más.
Entre la protagonista de El nervio óptico y los personajes secundarios –la madre, el marido, los amigos, los recuerdos propios y ajenos– hay una distancia que los difumina para hacer aparecer en primer plano a los verdaderos personajes secundarios, que entran a través de los cuadros: son los mismos artistas cuya vida puntea la de la protagonista, que tiembla cuando paga la entrada al Museo de Bellas Artes y le informan que los treinta y dos cuadros de Courbet –Mar borrascoso incluido– están en restauración o se fascina al creer encontrar su exacta imagen reflejada en La chica sentada, de Augusto Schiavino. “¿No son todas las buenas obras pequeños espejos?”, se pregunta. “¿Acaso una buena obra no transforma la pregunta qué está pasando en qué me está pasando? ¿No es toda teoría también autobiográfica?” Ese tal vez sea el blanco donde apunta y tira El nervio óptico, mientras desfilan esos cuadros capaces de ser el doble de riesgo de esa chica de alcurnia rancia que se llama como la autora –en un juego que otra vez desarma la “ficción”– y que con las astillas de los muebles patricios del mundo que le tocó, escribe, algún día construirá su casa.
¿Cómo llegaste a darle al libro esta estructura entre la reseña de arte y la novela?
–Siempre que visitaba museos me iba con la sensación de que los textos de sala y los folletos estaban muertos. Eran textos grises que hablaban con mucha jerga y no lograban explicarle al espectador por qué ese pedazo de tela podía llegar a ser algo importante. Alguna vez pensé que mi trabajo ideal sería poder reescribir todos los textos de museos de Buenos Aires. Como nadie me iba a ofrecer ese puesto, mi plan B fue escribir una guía privada. Quería hablar de mis cuadros favoritos, que no necesariamente son los mejores. Así empezó el libro, como una guía caprichosa de museos.
Los cuadros que aparecen en cada capítulo atraviesan artistas y épocas muy diferentes. ¿Qué te “llamaba” particularmente de ellos para que los eligieras?
–Muchas son obras con las que aprendí a mirar pintura de joven, son mi educación sentimental. En la elección de los cuadros no quise fingir buen gusto (el buen gusto, como decía Dave Hickey, entendido como el sedimento estético de la experiencia de otro) ni hacerme la excéntrica o la moderna. Traté de evitar la sofisticación porque eso hubiera sido algo impostado: cuando uno empieza a mirar pintura, empieza por lo básico, por lo obvio. Sólo más tarde empezás a rizar el rizo. Traté de buscar pinturas básicas, hasta convencionales te diría.
Pero tampoco son obras tan básicas. Y la protagonista no es una novata...
–En cierto sentido sí. Courbet, Cándido López, El Greco, son los artistas con lo que uno aprende los primeros palotes de la historia del arte. Lo que yo quería era hacer una biografía en pinturas. Y por eso las obras elegidas tenían que mostrar la educación sentimental de la protagonista, tenían que ser los cuadros con los que ella había aprendido a mirar y a los que, a medida que crecía, volvía de tanto en tanto. Frente a esas pinturas ella vuelve a hacer foco aún cuando en su vida todo se vea un poco borroso.
El revés de esa felicidad de la protagonista exhala melancolía, y ese sentimiento impregna toda la novela. ¿Fue premeditado o te encontraste luego con ese tono?
–No planeé mucho de antemano. Gran parte del libro final apareció mientras escribía otra cosa que yo pensaba que iba a ser el libro, pero terminó siendo la hojarasca. El libro en ese sentido es pura reescritura. Mirándolo desde acá, ahora que está publicado, a veces pienso que es una historia sobre la tristeza. Hace poco me di cuenta de que ninguno de los personajes muere por enfermedad, los que mueren, mueren porque están tristes y no logran hacer nada con eso. No lo pueden transformar en otra cosa. La chica del libro se da cuenta de eso al final y lo revierte. Lo gracioso es que ella se dio cuenta antes que yo.
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