Dom 19.10.2014
radar

LA TV ATACA

› Por Claudio Zeiger

Hace ya tiempo que la política entendida como lucha en el barro (que no en el barrio) traspasó la pantalla y desordenó la grilla. Al calor de la más larga campaña electoral de la que se tenga recuerdo pero sin que ésta explique todo el fenómeno, los canales de TV abierta, algunos cableservidores, conductores, periodistas y panelistas variopintos se lanzaron con una virulencia poco vista a tarascones y dentelladas sobre los temas más sensibles de las agendas políticas, sociales y, obviamente, mediáticas. Desde los clásicos del sensacionalismo como la inseguridad y los delitos (es notable cómo se naturalizó, por ejemplo, la palabra “motochorro”) a la visión catastrofista de la economía condensada en el interrogante de “¿qué va a pasar con el dólar?, que nos retrotrae al clima 2001 con la volanta fija de VIVO (por ejemplo: vivo Congreso o vivo Plaza de Mayo, acompañada de los puntos de medición del RIESGO-PAIS), en los últimos meses no ha habido casi tema que no haya entrado en la licuadora frenética de los programas que mutaron del espectáculo a la opinión política sin mediar mucha transición ni explicación de por qué ahora es casi tan importante el juez Griesa como las hermanas Xipolitakis. Se sabe que hay apuestas electorales fuertes en marcha y explícitamente entramadas en algunos canales, pero eso no explica todo el cambio de paradigma al que estamos asistiendo. El éxito del molde Intratables pudo haber influido en los programas políticos, que también empezaron a apostar al formato de todas las opiniones, mucho ruido y gritos en vivo, como el de Gustavo Sylvestre en C5N (un clásico callejero: Vilma Ripoll versus Sergio Berni), o el del cambalache del diario de Mariana Fabbiani (de licencia) en el 13, donde se trata en pie de igualdad cualquier suceso con la más honda convicción de que la política sólo es un espectáculo más. Hasta el Bailando... de Tinelli se está quedando atrás en su despolitización, salvo las enigmáticas apariciones de Martín Insaurralde, el chico nueve que no se atreve a ser el chico diez. Lo cierto es que hay un giro en el aire. Para decirlo con algunas preguntas: ¿estamos asistiendo a la inversión de la fórmula de los años noventa?, ¿está virando la televisión de la farandulización de la política a la politización de la farándula? ¿Tiene Twitter algo que ver en todo esto, no sólo porque Twitter es profusamente citado como “bibliografía” en los programas televisivos sino porque, en rigor, Twitter condensa en pocas palabras el espíritu inmediatista de la TV? ¿Es sólo la vieja videopolítica que vuelve y, en plena campaña, se nota más que antes?

La simple rotation por los canales permite ver –a veces en forma transparente, a veces apenas solapadas– las operaciones cruzadas permanentes, crueles, encarnizadas. Bastó ver esta semana lo que sucedió alrededor de la batalla del sida rebotando entre rayos catódicos, porque hay gente que no se sabe ver a sí misma ni al otro, entonces llevan un tema de salud pública a la lucha en el barro sin medir consecuencias, tuiteando verdaderos disparates.

Cualquiera puede constatar que la mesa política aséptica y conversacional con copas con agua mineral está obsoleta, pero se ha abierto un rumbo incierto en la espectacularización de la política. Si muchos funcionarios y militantes decidieron bajar al territorio mediático no está mal la decisión, pero tendrán que medir mucho los pasos y las voces para no terminar escrachados y embarrados más de lo necesario y soportable.

Mientras tanto, el martes pasado, como en un oasis, se pudo ver a Alejandro Fantino entrevistando a Beatriz Sarlo en Animales sueltos, hablando, entre otros, de este tema, y sobre todo llevando a la práctica el contraejemplo de que no importa tanto el tema sino la forma de una entrevista o diálogo frente al ruido de panelistas soeces. Fue un largo mano a mano en el que Sarlo se mantuvo en su libreto de “el mejor cerebro de la oposición” pero en el que también fue abierta a la hora de reflexionar sobre la relación entre los intelectuales y la política, los medios y la gente común. Pero la nota en verdad la dio Fantino. Demostró, poniendo con sinceridad todos los libros de Sarlo que se había tragado en las últimas semanas sobre la mesa, estudiados y subrayaditos, que se puede intervenir de otra manera en la discusión política y su relación con el espectáculo. Y no se puso en el lugar de “la gente”, sino que preguntó lo que él quería saber, no se atuvo a la agenda de las repetidoras de siempre y también aceptó sin insistir cuando una respuesta de Sarlo evidentemente no lo terminaba de satisfacer. Sin querer tomarlo como ejemplo “moral” frente al cambalache de otros programas (al fin y al cabo Animales sueltos es un astutísimo programa que con variadas técnicas de inducción al relax les hace confesar barbaridades a los invitados, mientras que los segmentos Premium podrían llegar a convertirse en una suerte de velada paqueta permitida), fue una señal de que otra televisión, por lo menos de cara al año que viene –y amenaza ser tremebundo– es posible, sobre todo si se pretende cruzar la política y el espectáculo con una pizca de sensatez.

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